La muerte no es morirte tú, es que se muera alguien a quien amas. Morir. Conjugarlo como verbo reflexivo es, paradójicamente, más tolerable que decir simplemente el infinitivo. No es lo mismo morir que morirse. Toda muerte es traumática y supone una ruptura que, normalmente, es más difícil de asumir para los que se quedan que para quien se va. Nosotros, los vivos, somos conscientes de la ausencia. Ellos, los muertos, desconocemos si lo saben, desde allí dondequiera que vayan, que han dejado atrás una vida plena que ahora otros sienten más vacía sin ellos. En todo caso, nunca ha vuelto nadie para pintarnos el panorama. Y mientras tanto, nosotros, seguimos añorando.

La conciencia de finitud nos corresponde a los que seguimos en vida e ignoramos si desde el reposo eterno nuestros seres queridos ―nuestro padre, abuela, hermano, amiga, madre― están observando por una mirilla conscientes de su nueva inmortalidad... ¿O se pueden volver a morir los difuntos, allí en el mundo de los difuntos, e ir saltando de reencarnación en reencarnación?

A veces nos es concedida la posibilidad de despedirnos, otros se van tal como vinieron al mundo: sin saberlo ni decidirlo. No acertaría a decir cuál de las dos es más cruel, si la conciencia o el desconocimiento. El caso es que se van y como pequeño regalo se llevan con ellos nuestros problemas. También secretos familiares, silencios particulares, amores olvidados, conversaciones que ya no serán. La pérdida es una mochila que siempre va contigo y dependiendo del día pesa como un saco de piedras o es ligera como la ingravidez. Y creamos presencias que llevan su nombre y les hablamos como si pudieran oírnos. La verdad es, pero y a pesar de todo, que una persona nunca se muere del todo si hay alguien que la piensa y eso nos salva. A nosotros y a ellos.

La pérdida no se supera nunca, simplemente se aprende a convivir con ella y buscamos escapatorias para hacerla más soportable: fotos, olores, lugares, recuerdos

Cada uno vive el duelo como buenamente puede, a su manera. Vivirlo, sin embargo, no quiere decir superarlo. La pérdida no se supera nunca (porque ellos nunca vuelven), simplemente se aprende a convivir con ella y buscamos escapatorias para hacerla más soportable: fotos, olores, lugares, recuerdos. Hacemos funerales, visitamos cementerios, las campanas doblan y compramos flores que se acaban marchitando, como la vida misma de la persona a la cual las llevamos. Noviembre es el mes que huele mejor (con permiso de mayo). Los cementerios se llenan de colores y pétalos a miles y pienso en Antònia Vicens cuando dice "morirte todavía no, tienes demasiadas deudas con las flores". Desde el nicho estando podrían hacer las paces muchas historias y saldarse muchas deudas pendientes.

Para ser la única certeza que sabemos cuando nacemos, no le hacemos demasiado caso a la muerte ni hablamos mucho de ella, como si evitándola tuviera que desaparecer o no venir. Y de la misma manera que decimos a menudo que la lluvia no sabe llover (como si la naturaleza no fuera lo bastante sabia y no fuera la mano humana quien la desbaratara), también debemos pensar que a veces la muerte no sabe morirse. Y, como decía Jesús Moncada, en un abrir y cerrar de ojos pasamos de embriones inciertos a calaveras atónitas y como mucho nos espera el improbable paraíso del registro fósil. Él, que también se marchó demasiado pronto. Y te despiertas una mañana y eres consciente de que, en palabras de Vicent Alonso, llegará el alba y habrás existido sólo entre dos crepúsculos. Un soplido, chicos. Tampoco Joan Oliver se acordaba de que también tenía que morir. Finalmente, encontraríamos la única muerte que todavía tiene remedio: la muerte en vida. Aquella en que personas queridas desaparecen, se apagan, cambian o se alejan y aunque respiran en el mundo de los vivos ya no notas cerca su aliento. Estas, sin embargo, a pesar del intenso dolor y la incertidumbre, son recuperables y cualquier ola de mar las puede devolver a la playa y, si son afortunadas, encontrarán a una Nausícaa hospitalaria dispuesta a cuidarlas. Mientras tanto, como diría Baltasar Porcel, sustituimos la vida por nostalgia.