Salimos de nuestra zona de confort y vamos creando otras más alejadas del epicentro inicial y, con lo tiempo, nos acostumbramos a este nuevo espacio y otra vez ampliamos órbitas. Así, vamos dibujando tantos círculos concéntricos que perdemos de vista el núcleo donde habíamos clavado la punta del compás. El crecimiento no es descuido. Avanzar no es desdibujarse.

De la misma manera que, a menudo, no nosnos damos cuenta de cuán importante es una persona hasta que la perdemos —o corremos el riesgo de perderla—, tampoco no siempre detectamos como hemos rebajado el umbral de la dignidad hasta que ya hemos perdido demasiada altura. Vamos haciendo concesiones para un supuesto bien común y para cuando queremos levantar el vuelo de nuevo, miramos atrás y vemos el montón de peldaños que habíamos llegado a descender. La paciencia no es acatamiento. Conceder no es agotar.

Van sucediéndose experiencias vitales, a ambos lados de los límites de las zonas de confort, y van enquistándose molestias banales, incomodidades que de tanto rondarnos se acaban convirtiendo en invisibles, como el ruidito del motor de la nevera que sólo te das cuenta de que está cuando se detiene. Entonces oyes el silencio y te das cuenta de hasta qué punto aquel rumor era desturbador. Y percibes una calma nueva que querrías que te habitara siempre. Hace falta soltar lastre y descongelar la nevera de vez en cuando. La costumbre no es aburrimiento. Sobrevivir no es vivir.