Sábado 30 de septiembre. Cena de amigas en el casco antiguo. La ciudad respira un extraño bullicio. Todo el mundo es consciente de que mañana no es un día cualquiera: mañana es 1 de octubre. Votaremos. De repente, mientras estamos en los postres, me suena el móvil. Son las 23.15. Miro la pantalla. El nombre que sale es importante. Descuelgo y recibo instrucciones: "Montse, mañana eres vocal de mesa en tu colegio electoral. A las 6 de la madrugada trata de estar ahí y, si puede ser antes, mejor. Habrá censo universal, pero esto no se puede decir. Confiamos en ti. Buenas noches". Doy las gracias por la confianza y, un poco nerviosa, cuelgo. Me despido de las amigas y les explico lo primero (vocal de mesa), pero no lo segundo (censo universal) y me marcho a casa pensando que tengo que acostarme pronto para poder descansar un poco, sabiendo —como terminó pasando— que no dormiría nada.

Para distraerme, hago un cartelito para colgarlo en el portal: "Si estás empadronado en este edificio, tu colegio electoral es el siguiente" y lo acompaño de un mapa para que todo el mundo que quiera votar pueda hacerlo. Lo pego con celo y me vuelvo a la cama. Alcanzo a revolver un poco las sábanas, pero sin conciliar el sueño, y, al final, harta de dar vueltas, me voy al colegio electoral. En la plaza de peatones que hay delante ya se ve gente. Son las 4 de la madrugada. Uno de los bares restaurante cercanos trae termos de café y pastas. Somos gente de todas las edades, ideologías, razas y religiones. Leemos. Conversamos. Preparamos estrategias. Jugamos a cartas. Sonreímos. Compartimos legañas e ilusiones. También alguna incertidumbre.

Poco antes de las 8 llegan dos mossos d'esquadra y nos preguntan qué intenciones tenemos. Se lo explicamos y nos informan de que patrullarán por la plaza para evitar cualquier problema. Les decimos que por nosotros no habrá ninguno. A todo eso nos falta la urna. Nadie de nosotros sabe dónde está, solo sabemos que alguien nos la traerá. Así es. Finalmente, nos la traen, escondida dentro de una bolsa de plástico, grande y negra. La entramos con otros bártulos para que quede más disimulada la acción. Nuestro colegio es pequeño y solo tiene asignada una urna. Ponerla encima de la mesa con toda la liturgia del momento es inolvidable.

Llega la hora de abrir. Constituimos la mesa. La gente que está afuera empieza a impacientarse; con calma, sin embargo. La alegría de la jornada histórica que estamos no sólo viviendo, sino creando, nos rezuma por todos los poros de la piel. Escribimos nuestros nombres en el acta de constitución. Nos hacemos una foto los tres: presidente de mesa y dos vocales. Local electoral. Distrito 1. Sección 5. Tortosa. Cuando llega la hora en punto, salgo a fuera: "¡Abrimos puertas!", grito, y la gente aplaude con fuerza mientras los primeros votantes empiezan a entrar. Introducimos los primeros DNI y todo funciona correctamente. Uno de nosotros escribe nombres y DNI en una lista, con papel y boli. El otro lleva el programa informático. El presidente abre la ranura para que la persona introduzca el voto. Trabajo en equipo.

En ocasiones tenemos que cerrar puertas para poder reconfigurar el sistema informático. La cobertura no es muy buena y a ratos procesamos las votaciones con los dispositivos particulares de cada uno de nosotros. La clave de validación para poder utilizar el sistema informático de voto cae a menudo, las cloacas del Estado están funcionando al máximo. "Este dominio ha sido intervenido y se encuentra a disposición de la Autoridad Judicial", nos aparece en la pantalla; debajo, una corona del Reino de España y una espada formando una X. A cada sacudida, cambiamos la contraseña siguiendo las instrucciones telefónicas pertinentes. Todo cambia rápidamente. (No sé cuántas veces llegamos a introducir nuevos códigos. Todavía guardo el papel donde los anotaba en boli y a cada nuevo boicot el problema se solucionaba con una nueva contraseña de esas tan largas. La gente a fuera esperaba paciente mientras nosotros tratábamos de resolver los problemas técnicos.)

En otros momentos, tenemos que cerrar para poder llorar sin que nos vean. En calma y en silencio. Desahogarnos. Y nos inventamos una excusa informática. Al móvil empiezan a llegar las imágenes de las cargas policiales en el pueblo de al lado. No lo hubiésemos pensado nunca. Respirar hondo y seguir. Volver a abrir puertas y decir a la gente que todo va bien, pero en realidad estamos conmovidos y ellos también han recibido las imágenes. Queremos protegernos los unos a los otros pero todos sabemos lo que hay. Y nos ayudamos mutuamente. Con un guiño hay bastante. Un gesto de agradecimiento. Un cortado calentito que te regalan. Y personas mayores que lloran mientras depositan el voto en la urna. Y gente joven con la lagrimita pegada a la garganta introduciendo la papeleta. Y aquellas miradas. Y aquellas miradas de complicidad entre todos y saber que somos libres como pueblo y que lo estamos haciendo posible.

El transistor y los auriculares. Mensajes de apoyo de amigas del País Valencià. Un matrimonio de gitanos, ya mayor, los más conocidos de la ciudad, llegan. No los había visto nunca votar: "Algo hay que hacer, si vivimos aquí pues algo tendremos que hacer para defendernos". Y nos quedamos todos pasmados. Más termos de café. Bollo casero. Cuatro monjas también acuden. Familias enteras. El censo universal funciona. En torno a las 12, sin embargo, varias furgonetas de los Mossos d'Esquadra bloquean el colegio. Rodean la plaza y la asedian para que nadie pueda entrar. Nosotros nos quedamos dentro, atrapados. La gente nos canta Los segadors desde el otro lado del cordón policial. Pactamos esconder la urna. Vamos al terrado. El colegio electoral es un antigua iglesia. La dejamos entre las tejas. Al fondo, vistas del Port de Tortosa-Beseit. Bajamos.

Más imágenes nos llegan de toda Catalunya. Quedamos impactados. Las que más de cerca nos tocan son las de la Ràpita y las de Roquetes; ¿y si vienen aquí?, nos preguntamos. Entre los vídeos, recibo uno en que veo a mi sobrina de 16 años en primera fila ante la Guardia Civil, en Roquetes. Lleva la camiseta de Txarango y un clavel rojo en la mano, tiene el brazo alzado y los sinvergüenzas de la policía española empiezan a correr hacia la gente empujándolos a golpes de escudo. A ella la golpean. Lloro de rabia y me enciendo, pero no puedo abandonar mi colegio.

No sabemos cuánto tardarán en entrar en el local los Mossos, que están a fuera desde hace un rato; así es que decidimos levantar acta, abrir la urna (la recuperamos del terrado) y contar los votos para que al menos aquellos no se pierdan. Contabilizamos 128, de los cuales 118 son 'sí' y 8 son 'no'. Sí, ya lo sé, poquito, pero todo ayuda y las defendimos con uñas y dientes y mucha dignidad. El presidente escribe el acta explicando las incidencias, firmamos los tres y lo metemos todo dentro de un sobre sellado. Tenemos un cómplice que ha ido a la puerta de atrás, en un patio de tierra. Le lanzamos el sobre entre los barrotes de la ventana y se va deprisa al Ayuntamiento a entregarlo. Los otros nos quedamos a dar la cara a la espera de que los Mossos entren. Y, finalmente, entran. Nuestro centro se cierra definitivamente. Revisan todas las instalaciones. Ven la urna. Vacía. Preguntan por el contenido y les decimos que lo desconocemos. Nos retienen en la calle y nos hacen identificar. Todo en calma pero con tensión. Tienen acento oriental, no son de por aquí. Al cabo de un rato, nos dejan marcharnos. Nadie se ha movido y nos esperan como muestra de apoyo. Todos los presentes decidimos ir a reforzar uno de los colegios electorales mayores de la ciudad, situado en el Consell Comarcal del Baix Ebre. Pasamos la tarde entera hasta que cierran. Muy dispuestos a defender las urnas si hace falta. Los golpes, sin embargo, ya han parado. (Alguna llamada europea recibieron los miserables Rajoy y Soraya. Da igual. El mal ya estaba hecho. Nada volverá a ser como antes).

Ya de noche, la ciudad se concentra en la plaza del Ayuntamiento para seguir el recuento y los resultados en una pantalla gigante. En Tortosa, vota el 51,3 por ciento del censo y hay 10.771 'sí' y 744 'no'. En la tele salen el president Puigdemont y el vicepresidente Junqueras. Declaraciones del Govern. A la alegría de la victoria (la victoria no solo del resultado, sino del simple hecho de votar), se le suma la rabia de haber visto la cara más violenta del Estado. Aplausos. Abrazos. Anécdotas y cada uno a su casa.

Aquella noche tampoco pude dormir mucho. Desde entonces me siento más libre y al mismo tiempo menos segura dentro de un Estado represor que superó todas las líneas rojas imaginables. Todavía ahora me conmueve el recuerdo de aquel domingo. Y del día 3. Y del miserable mensaje del Borbón. Y de los días que vendrían y de las personas que están en el exilio y de los presos políticos. Y reconozco que estuve muchas semanas trastornada y con la lágrima fácil. La fortaleza ha vuelto (nunca se marchó del todo), pero me cuesta todavía ahora ver imágenes de las cargas de aquel día y mantener la compostura. Dicen que los que se dan menos cuenta de un cambio son los que lo viven. Seguramente eso nos pasa a nosotros. El objetivo es tan grande que todo lo que hemos avanzado en poco tiempo quizás nos parece poco o lento, pero es y avanza y no tiene marcha atrás. La pasta de dientes no se puede volver a meter en el tubo. Tengo en casa una urna del 1 de octubre y siempre que la miro recuerdo qué conseguimos ese día y entonces, como de fondo y en voz bajita, tarareo la canción que canto con los amigos de Txarango, Agafant l'horitzó, y cuando llego a mi trozo lo canto más fuerte: Lo poble mana, el Govern obeeix!!