Es una paradoja bien enigmática, o un síntoma bien evidente, que un virus que afecta tan negativamente a la humanidad esté siendo tan beneficioso para el planeta. La Tierra vive un proceso de purificación. Lo planeta nos ha dicho: ¿no os tomáis seriamente la emergencia climática? Pues, ahora veréis. ¡Y patapam! Nos ha parado a todos, al mismo tiempo, en seco y de golpe. Un mecanismo de autodefensa para no implosionar antes de tiempo. Que la humanidad, tal como la conocemos, se acabará extinguiendo es evidente, lo único que no sabemos es cuándo y estas crisis son sintomáticas: para ser conscientes de nuestra finitud y para tratar de retrasar lo máximo posible la decadencia inevitable. Cuando menos, aspirar a saber envejecer con dignidad como especie.

Los humanos, como familia, tendríamos que intentar morir de viejos, pasar el relevo cuando ya no tuviéramos nada más que decir y con la satisfacción del trabajo bien hecho, y no de jóvenes y demasiado pronto sin haber sabido crecer en sostenibilidad ni haber respetado el hábitat que nos han dejado en préstamo. Tan sapiens que somos y mira. Dicen los científicos que tenemos unos 70.000 años de historia como tales. Se ve que eso, desde una perspectiva evolutiva, es un intervalo relativamente corto pero resulta que hemos colonizado el mundo como si fuera nuestro de siempre y aquí estamos, en cuarentena. Llegamos con arranque de caballo y ahora nos han hecho parar con parada de burro.

Lo planeta nosha dicho: ¿no os tomáis seriamente la emergencia climática? Pues, ahora veréis, y nos ha hecho parar a todos, al mismo tiempo, en seco y de golpe

Lo más triste de esta arrogancia humana que se cree que todo lo puede son las víctimas que el coronavirus deja por el camino. Personas mayores, en su mayoría. Nadie merece morir pero ellos todavía menos y, sobre todo, de esta manera. Ellos, que vivieron la triste guerra, la oscura posguerra, el siniestro franquismo. Ellas, que nos criaron y cuidaron y que sobrevivieron con honor y decencia. Todas, todos, que hicieron el sacrificio por nosotros, hoy vuelven a ser los más vulnerables y tienen que morir en la más absoluta soledad. Ningún familiar cerca, ningún abrazo, ninguna última mirada de afecto. Y se van en paz pero en tiempo de guerra, que se ve que ahora tenemos que ser todos soldados.

Los que se quedan tienen que pasar el luto sin que nadie los coja la mano. A metros de distancia. Dispersos por el cementerio. Perdidos por casa. Llorar en silencio o por videoconferencia y arrastrar esta porquería de despido toda la vida. Decirle adiós a tu abuelo, a tu padre o a tu tía con una llamada mientras una sanitaria exhausta, con guantes y mascarilla y un nudo en la garganta, le aguanta el teléfono en la oreja. Y los que se van de este mundo y el mismo personal sanitario intentando, encima, animar a los que se quedan. Cuidar es mucho más que curar. Cerca de la gente que sufre recibes un montón de lecciones de dignidad. Y, después de todo eso, todavía tener que oír decir que somos invencibles y que lo estamos haciendo mejor que nadie.

Decirle adiós a un familiar con una llamada mientras una sanitaria exhausta, con guantes y mascarilla y un nudo en la garganta, le aguanta el teléfono en la oreja

Ahora, que la agenda es un descampado y en los balcones hay poesía. Ahora, que intuimos el fin del mundo como nunca antes habíamos sospechado y que el confinamiento empieza a dejar mella. Ahora, que para el ruido de fuera y oímos mejor el silencio interior. Es ahora cuando, a pesar de todo y más que nunca, hay que escuchar la naturaleza y escucharnos a nosotros mismos. Legar un mundo donde sea posible vivir. Levantarse cada mañana y sonreír. Aprender la lección. Ser conscientes de que todo pasará, que tal como ha llegado se irá y que tendremos que ser más humildes y desprendidos. La generosidad no tiene enemigo posible. El tejido social es imbatible. La libertad, una dinamo: cuanto más se usa, más luz hace. La mejor respuesta subversiva es seguir amándose.