La pena ajena es fácil de sostener. La que cuesta es la lluvia interior porque un paraguas no se puede abrir hacia dentro. Entonces todo se tambalea, como los cristales de la balconada tiemblan de manera ligera y constante cuando un camión se detiene en el semáforo de la calle de debajo de casa. Si ponemos la mano encima, la molesta vibración cesa pero el camión continúa en el mismo sitio. Engañarse, a veces, ayuda a sobrevivir. Escribir también es callar y solemos pensar que los libros fueron escritos sólo para nosotros, por eso leemos en soledad.

Caminamos mirando hacia adelante mientras pensamos hacia atrás. Caminamos para recomponer el trayecto y reanudar la ruta trillada. Mientras ponemos un pie delante del otro, se amontonan un montón de vivencias abigarradas y nos apresuramos a descartar las más dolorosas, como un limpiaparabrisas enloquecido en pleno diluvio borraba tu recuerdo de mi cristal. Volvería a llover, sin embargo. Caminamos para encontrarnos, para mojarnos, para terminar.

El frío intenso de un paisaje nevado se escurre hasta asolarse en los bronquios. Respirar el aire frío hiela el alma y ayuda a mantener en buen estado los recuerdos que no queremos borrar pero que duele demasiado evocarlos. Si los congelamos, siempre les podremos dar una segunda vida, si viene al caso. Poniéndolos un ratito extendidos al sol podría resucitárselos. Respirar la nieve es el purgatorio de los recuerdos. Allí, helados, tardan más en estropearse y así, mientras tanto, ganamos tiempo para decidir qué hacemos con ellos. ¿Y qué haremos con aquellas canciones que nos cautivan pero llevan grabado el nombre de alguien a quien queremos olvidar? ¿Y de aquellos paisajes blancos que retienen gélidas las memorias latentes? Todos llevamos dentro una Escandinavia para vivir bajo cero cuando fuera el mundo duele demasiado.