¿Qué es el horizonte, tía? Le pregunta inquieta su pequeña sobrina poniendo la mirada perdida hacia el fondo del todo del paisaje. Es la línea recta inalcanzable que separa el cielo de la tierra o del mar. Pero si hay árboles y montañas la línea ya no es recta, insiste su curiosidad infantil. La línea sigue siendo recta debajo de los árboles y las montañas, date cuenta de que en algún sitio tienen que poder sostenerse y echar raíces. ¿Y por qué, si el horizonte es plano, la Tierra es redonda? Ay, madre mía, la niña esta... Mira, tus bracitos así estirados son planos, están en línea recta, ¿no?, y cuando me abrazan son redondos. Pues a la Tierra le ocurre algo parecido. Se contorsiona y abraza todo lo que la rodea para que quepa y así hasta ser una esfera que todo lo contiene. El horizonte es una línea flexible. Otra cosa son, sin embargo, —se dice ahora para sí misma— las tangentes por donde se nos escapan recuerdos o emociones o personas o qué sé yo —¡qué sabe ella!—, y que la circunferencia, por perfecta que sea, no puede evitar que se esfumen. Como si fuesen auroras boreales, dibujando ondas gaseosas en el cielo. Volátiles. Algunos árboles, precisamente por su monumentalidad, ni cinco personas juntas los pueden abrazar enteros; los diez brazos humanos estirados y redondeados al mismo tiempo no consiguen rodearles el tronco. Es también —ahora ya vuelve a hablar en voz alta para la niña— un efecto óptico, como la montaña que es azul a fuerza de distancia, pero que a medida que te acercas a ella se vuelve más bien verde y marronácea, por la tierra y los árboles que la habitan.

Así también todos los finales son iguales. Porque todos los finales, al final, se terminan. Y, como me decía el otro día un amigo, cada whatsapp que enviamos es la confirmación de una ausencia. Ciertamente, la constatación de una distancia. Es verdad que las nuevas tecnologías ayudan a estar en contacto con los que están lejos, pero tendrían que ser complementarias y no sustitutivas del tacto, de la piel, del abrazo. Y es que sí, algunas personas son inalcanzables, como los árboles monumentales imposibles de estrechar. Como las auroras etéreas. Y dejas pasar el tiempo, pensando que todo lo cura. Dejar pasar el tiempo, sin embargo, no quiere decir pararlo, a pesar de que a menudo lo confundamos. Si lo dejamos pasar, él —el tiempo— sigue haciendo su camino aunque nosotros nos detengamos. Y cuando queremos reanudar el paso allí donde lo habíamos dejado a él, entonces ya lo hemos perdido de vista. Es ya otro tiempo el que pasa ante nosostros. Como un río cuando lo miramos desde el puente o la orilla: el agua pasa, el río permanece y cada vez que lo contemplamos, a pesar de parecer el mismo, trae nuevas corrientes.

Y mientras el tiempo va circulando dentro de la esfera de la línea flexible, vamos pasando de tener una relación a tener relaciones y aquel alguien especial sigue mirando el horizonte a nuestro lado, pero a veces lo vemos azul, como la montaña a fuerza de distancia, y otras somos capaces de acariciarle perfectamente todos los nervios de las hojas de su árbol verde, marrón, cercano. Y vamos y venimos del singular (relación) al plural (relaciones). Y nos abrazamos a las tangentes que un día fueron epicentro. Y buscamos con la mirada hasta donde nos alcanza la vista para tratar de agarrar el horizonte inalcanzable y con él todas las amistades que huyen, desaparecen, mutan o vuelven disfrazadas. Puede que la Tierra sea una esfera perfecta, pero nuestro universo particular y humano se deforma como una pompa de jabón, gigante y frágil, donde se reflejan arco iris maleables y efímeros. Entran y salen personas e insuflamos aire con cuidado para no reventarla. Depende de a quién queramos abrazar estiramos más o menos los brazos y tensamos las costuras, y la línea dúctil que mi sobrina veía horizontal se vuelve a veces vertical e igualmente inalcanzable, y de repente el cielo es una playa azul.

La sombra recorre siempre e indefectiblemente el objeto que acompaña. No así el tiempo: si uno se detiene, no se detiene y sigue avanzando, imparable. Aunque sin ti también la vida pasa como el tiempo o el río, ajena a tanta distancia que tratamos de acortar a base de whatsapps —aquellas confirmaciones de ausencias—. Desconozco a ciencia cierta en qué preciso instante pretérito el fuego dejó de crepitar. Ningún chasquido hipnotizante marcaba ya su latido. Lo que fue luz y llama se convirtió en hollín y ceniza para dar paso al silencio azul del frío. Y todo eso venía de que el horizonte es flexible y hay abrazos tangenciales que querrían ser redondos.