La cotidianidad de abrir una puerta y atravesar el umbral. El amable hábito que nos retorna a casa. Un gesto tan bonito y sencillo como cruzar la jamba, se vuelve triste y pesado cuando el sitio donde llegas no es tu casa y cuando lo que encuentras dentro no es tu vida. Once. Hasta once puertas de hierro macizas se fueron cerrando detrás de mí a medida que me acercaba al teatro de la prisión de Mas d'Enric, guitarra en mano. Las mismas puertas que Carme Forcadell hace casi dos años que no puede atravesar en dirección contraria y que no la llevan a casa. A cada paso que doy se oye ese golpe, aquel sonido sordo, metálico. Cierro. Bum. Me acompaña Marta, amiga barcelonesa de río y de luchas. Pasamos puertas correderas. Hasta que no se cierra la primera, no se abra la segunda y, mientras tanto, quedamos en medio, como atrapadas. Me vino a la cabeza la sintonía de la serie El superagente 86 y las imágenes de la carátula, donde el actor Don Adams avanzaba a través de puertas y rejas, que se cerraban tras de sí una vez ya las había pasado. Qué queréis que os diga, chicos, debe de ser aquella risa tonta que te coge cuando más seria es la cuestión.

Llega la hora del concierto y la sala ya está casi llena. Carme es la última en llegar. Corremos a abrazarnos con fuerza, como si hiciera una eternidad que no nos vemos. De hecho, hace una eternidad. Pronto está dicho: con la de hoy lleva 620 noches en la prisión y yo, que no soy nada rencorosa y me considero buena gente, sé que nunca podré perdonar a sus carceleros. Estamos de pie y abrazadas a pie de escenario, sin hacer caso del reloj, con la mirada y el silencio respetuosos del resto de internos e internas. De vez en cuando, nos separamos un poco para vernos la cara, acariciarnos la mejilla y mirarnos a los ojos, vidriosos, para enseguida volvernos a estrechar. Abrazarse: otra de aquellas acciones cotidianas —como abrir una puerta-— que dentro de una prisión toma otra dimensión.

Mientras canto, con ella sentada en primera fila, a menudo me olvido de que estoy actuando dentro de un centro penitenciario. Las personas del público, por momentos, también se evaden de las cuatro paredes y las once puertas de hierro. La música nos transporta a todos. Le canto al Ebro y veo como Carme se emociona (el río es menos vida sin ti, le he dicho siempre) y dejo de mirarla porque sino no podré acabar la canción. Le canto a la libertad, a los "camins que ara s’esvaeixen, als camins que hem de fer sols…" y le damos Gracias a la vida mientras, delante de todo, unos hombres muy animosos siguen el ritmo con las manos, con los pies, con todo lo que encuentran, acompañando mis composiciones, las canciones de Sopa de Cabra, de Violeta Parra, de Amaral... Y reímos todos y la cabeza sale de allí dentro y cruzamos puertas y paredes con la música. La abuelo Carme casi no conoce a su nieto pero él seguro que la oye cantarle cada noche.

Y sí, aquel libro tiene razón: Antes nadie decía te quiero y ahora, para despedirnos, es lo que Carme y yo nos decimos la una a la otra al oído, en el último de los abrazos. No queremos dirnos adiós. Queremos decirnos te quiero. Los amigos son el colchón para que no te caigas sobre terreno duro. Abrazarse, cruzar una puerta, ir a un concierto. Volver a casa.