Es tiempo de remover cajones sin saber que quizás, a la vez, estamos removiendo conciencias, empezando por la nuestra propia. Tiempo de esconder la ropa de verano o de entretiempo y sacar la de un invierno perezoso que no acaba de llegar y que el cierzo ya hace días que anticipa. El adviento litúrgico es ahora también meteorológico. Tiempo de sacar el polvo a los adornos navideños y darnos cuenta de que los guardamos hace un año sin reparar esos pequeños destrozos: la bombilla de colores fundida, la guirnalda medio deshecha, la figurita del belén estropeada. Y la mula que es más grande que el san José, por no hablar del caganer, más pequeño que la oveja del pastor. Y el río hecho de papel de plata que ya no ve surcar las mismas barquitas porque falta gente, aunque la mesa puesta continúe luciendo y el comedor todavía ―y para sempre― se quede pequeño, a pesar de las ausencias presentes y quizás gracias a las nuevas incorporaciones.

Seguimos cuidando nuestro jardín imperfecto sin saber construir invernaderos que desprendan bastante calorcito como para mantener intactos abrazos y sentimientos de antaño. Y en nuestro imaginario sembramos nuevas semillas ignotas para ver nacer dentro de nosotros otros caminos que desafían al destino, sin saber si lo tenemos escrito del todo o no, o si sirve de algo tomar decisiones, si se da el caso de que ya esté todo trazado en algún lugar desconocido. ¡Vete a saber! Mientras tanto, seguimos cantando los mismos villancicos ―fum, fum, fum― tal vez con menos voz, y ajenos al paso del tiempo hacemos eso del amigo invisible ―cada vez con menos ideas― para después adivinar quién se esconde detrás, siguiendo las pistas del papel de regalo, de la letra de la etiqueta o del tipo de regalo.

Andamos con la amistad como resistencia. Con la familia como satélite. El paso del tiempo. El carácter único e intransferible de cada amistad. El descubrimiento de la verdad. La aceptación de la fragilidad humana. La incapacidad de los humanos de huir de su destino, crean o no en él. El deterioro de la personalidad como se oxida el hierro a la intemperie. Los giros inesperados de la vida, como el vuelo de los estorninos dibujando figuras imposibles en el cielo. Y como, a pesar de ser miles de pájaros volando al mismo tiempo, nunca chocan entre ellos, en una perfecta sincronía imposible de conseguir en las relaciones humanas.

Y pasan los años y las vidas y empezamos a aprender que la distancia no es tanto la lejanía como el olvido y que la única patria verdadera es el constante retorno a la feliz infancia

En la sobremesa miras vídeos del año de la polca y ves como puedes echar atrás el vídeo o remirar los álbumes de fotos pero no puedes cambiar nada de lo que ves, de la misma manera que no tendrías que poder acabar una conversación sólo porque no te dicen lo que te gustaría oír. Imágenes que se agarran a las paredes de la desmemoria como gotas de lluvia ventosa en el cristal de la ventana. Conocer a alguien por las frases subrayadas en el libro que te ha prestado, por los pliegues en la esquina de las páginas. Decisiones que posponemos como si fuera una visita al dentista porque nos dan pereza de afrontar, cuando sabemos que si igualmente tenemos que pasarlas, demorarlas no ayudará a superarlas, menos todavía a digerirlas.

Y es que hay cajones que son, en realidad, túneles del tiempo que te engullen como si fueras una Alícia en el País de las Maravillas cualquiera. Y mientras los remueves, los cajones, quizás en busca de la verdad definitiva o la respuesta perfecta, adornas la casa y organizas comidas multitudinarias y fiestas próximas, mientras todo eso haces, a cada gesto remueves la (des)memoria y la conciencia de estar vivos, que sólo lo hecho por sí mismo ya merecería ser celebrado todo el año. Viajas al pasado, a cuando todavía no sabías quiénes eran los Reyes Magos―que todavía pueden hacer magia, a pesar de todo―, a cuando colgabas estrellas en los árboles de Navidad y te agachabas como una loca a recoger caramelos del suelo en plena cabalgata, jugándote el pescuezo. A cuando los yayos te hacían girar sobre ti misma, rueda que rodarás, para ponerte la bufanda de lana envuelta en torno al cuello, como si vivieras en Polo Norte, o ibas a la misa del gallo esperando, inútilmente, encontrar el animalito con su cresta cantando en pleno altar mayor. Y de la misma manera que lanzas o regalas la ropa que ya no te va bien o que hace tiempo que no te pones, así también borras mensajes antiguos del móvil, como si las palabras dichas no siguieran doliendo una vez eliminadas. Por el contrario, y por suerte, enmarcas el amor que te es entregado como agua de mayo, si es que el agua se puede meter en un cuadro.

Y pasan los años y las vidas y supongo que allí, en aquel pretérito perfecto de los cajones, empezamos a aprender que la distancia no es tanto la lejanía como el olvido y que la única patria verdadera es el constante retorno a la feliz infancia, aunque sea a base de hacer belenes, ahora laicos, y creer que el porexpán puede ser la más bella nieve en medio de un comedor lleno de ausencias y satélites y mochilas cargadas de destinos y lucecitas, alguna de ellas, todavía fundida.