No dejemos de hacer las cosas que nos gustan con las personas que amamos. No olvidemos del todo el camino que lleva a casa al amigo, que si crece la mala hierba después será más difícil trillarlo. Mantengamos las raíces bien asentadas para que cuando venga la ventolera no mis sacuda el cierzo más de la cuenta. Que es bueno poder soportar los trasplantes pero un exceso de nuevos órganos puede generar rechazo en el organismo. ¿Cuántas vueltas puede dar el mundo sin que nos mareemos? ¿Cuánto tiempo podemos estar sin abrazar? ¿Cuántos silencios necesitamos para entender la palabra? ¿Cuántos cambios podemos asimilar? ¿Hasta dónde podemos abandonar-nos a un sentimiento sin acabar de perder del todo la cabeza? Y si lo perdemos, ¿somos capaces de recuperarlo si las raíces están ya demasiado reblandecidas? En el campo sabemos que si después de fuertes lluvias llegan fuertes ventoleras, los árboles —especialmente los que crecen junto al río— corren peligro de caerse. La tierra está empapada y tierna y ofrece poca resistencia y aquellas cepas enroscadas que parecían torres inamovibles acaban cayendo al agua como si fueran de plastilina ante un mistral indómito. Allí, estirados y medio anegados, tienen otra vida. Eso sí, sin raíces.

¿Dónde acaba la fina línea que separa el hecho de ser generosa contigo misma y parecer egoísta con los otros? Y aquellos futuros inesperados que no parecían posibles, ¿qué pasa cuando se acercan? ¿Y aquel ahora que necesitamos vivir porque si miramos el mañana nos angustiamos? ¿Y qué me decís del mañana que no llega a pesar de que vayamos a buscarlo? La inteligencia puede girarse contra nosotros de tanto cómo llega a conocernos por dentro y actuar por sí sola, dándonos argumentos para defender lo que tiempo atrás nos parecía imposible de asumir, como una pequeña revolución de las máquinas a escala humana, interna e individual. Nos convencemos a nosotros mismos de las bondades de lo que antes era impensable. Nos autopersuadimos para hacer innecesario o residual lo que hace poco parecía perenne. Y seguimos adelante. Y parece mentira.

Seguramente todos los futuros posibles, los presentes inimaginables y los pasados irrenunciables forman parte de una misma estructura. Una columna vertebral heterogénea que a pesar de no permitirnos ser desmemoriados, se afana a la vez por arrinconar las ramas secas o esconder las menos bellas. La sabiduría de la naturaleza hace que el mismo algarrobo, por poner un ejemplo, se desprenda de las ramas ya innecesarias. Mueren. Se secan. Las apuntalas, pero se decantan. Incluso así, ¿quién no recuerda los árboles grises y ennegrecidos y, a pesar de todo, esbeltos y plantados, después de un incendio? El fuego quema e incluso sobre la ceniza se mantiene de pie la madera más resistente. Como casas fantasmagóricas. Esqueletos que respiran. Un árbol de la vida que hace falta que sea deschuponado, que necesita ser podado. La importancia de las raíces. Porque si hay personas que son casa, de aquellas que no visitas un día, sino que son estancia habitual, entonces, a pesar de las ventoleras y los incendios, hará falta recordar siempre que somos ramas de un mismo árbol: no nos perdamos aunque ahora no coincidamos.