A veces llego a pensar que todo aquello negativo y perjudicial que pasa a escala global es un recorte de derechos planificado que nos disfrazan de guerra o de pandemia, según les conviene. Ahora me invento un cargo político porque me interesa, después te lo disimulo con un golpe de Estado en la otra punta del mundo. Ahora una crisis mundial y recurrente, después una nueva ley para la nueva situación que te acabo de generar, como si se tratara de un truco de magia. Tergiversan, bien con propaganda mediática que nos tapa la realidad, bien con la prescripción de un delito o de una vida prescindible. Decisiones vestidas con ropa de camuflaje, para no llamar la atención, o directamente invisibles, para que no sepamos nunca quién mueve los hilos y por qué.

Nos tienen entretenidos con batallas y causas que para nosotros tienen todo el valor y la dignidad del mundo y que son relevantes para el planeta, pero que, al fin y al cabo, se vuelven estériles porque los mismos que han creado el problema para tenerte enfadado y ocupado, te dejarán moverte por dentro del sistema pero solo hasta cierto punto, sin salir del todo. Y te pondrán límites y fórmulas de control disfrazados de privilegios: llámalo vacuna obligatoria o tarjeta de crédito, que si no tienes ni una ni la otra poca cosa te dejarán hacer. Llámalo calefacción o vehículos que funcionan con combustible, que pueden calentarte la casa o llevarte allí donde quieres, pero solo si llenes el depósito —de la caldera o del coche— al precio desorbitado que ellos y sus guerras marcan. A pesar de que cabe decir que las facturas ya eran un delito indecente antes de que Putin decidiera empezar a su particular partida de Risk. Mirándolo bien, tampoco tienen que literalmente disparar un rifle para atracarnos. Ahora les es mucho más fácil darle la culpa a las bombas o a los virus, se van alternando la excusa.

Y nosotros, claro está, humildes y pobres mortales, a pesar de todo eso y todo aquello, todavía somos de los poquitos afortunados del hemisferio norte, los bienaventurados de occidente, del occidente más próximo al ecuador, de hecho. Que el cinturón del mapamundi cada vez se estrecha más y las líneas divisorias sobre el papel nos van rodeando, desdibujando justicias y apretando fronteras, arrinconándonos mucho a unos y dispersando demasiado a los otros. Un tablero de juego movido por titiriteros acomodados, o sádicos, o caraduras, o las tres cosas al mismo tiempo. Que si cae Internet no sabes qué pasa en el mundo, ni puedes enviar un triste whatsapp, ni sacar dinero por el cajero; que si quitan la cobertura no puedes telefonear nadie, que si eliminas periodistas del medio no podrán explicar lo que ven con los te sientas propios ojos y entonces aquello que no sabes, pues no está pasando. Como lo del árbol que cae en medio del bosque sin testigos.

De la obsolescencia programada a la decisión urgente a golpe de clic, el ritmo de esta sociedad nuestra —de los de occidente, insisto, sobre todo el occidente masculino, cada vez más reducido y bloqueado— quieren que se base en la ignorancia, en el comportamiento, en la sumisión y el automatismo obediente y vasallo. A cambio, nos regalan sueldos mínimos, días de vacaciones y una sanidad y una educación que si son de calidad y públicas es más por los profesionales que se dejan la piel que por los políticos, que les dan herramientas oxidadas y obsoletas y les dicen: ale, ya os apañaréis.

Lo más lamentable y desesperante de toda esta situación descrita son los nuestros jóvenes y adolescentes. Como le vi reflexionar acertadamente en un tuit a Gertri Adserà, librera de Tarragona, ellos y ellas han crecido en pandemia y en guerra y han asimilado esta realidad como la única posible, porque cuando eres pequeño no te planteas tanto la cuestión de los derechos fundamentales. Ciertamente, si ya convives de inicio con esta vida recortada, corres el riesgo de que te parezca que nunca se ha estado mejor y de que no es posible subir el listón. Platón y su mito de la caverna. El peligro de desconocer que se ha luchado por conseguir hitos en el mundo del feminismo, de los trabajadores o de la paz es que se normalizan situaciones de precariedad que después son muy complicadas de revertir porque, como decía la librera, entonces tienes que educar a los jóvenes a contracorriente. Qué paradoja.

Con la mayor parte de la población ocupadísima trabajando, pagando deudas y llegando a final de mes a trompazos, todavía aparecen los incentivos de todo tipo para hacer compras sobrantes y superfluas, que la rueda tiene que seguir girando y nosotros somos los hámsteres. Consumismo gratuito, por innecesario, no por barato. No hace falta que la razón real de la crisis sea la que nos quieren hacer creer, es suficiente con que sea de lo único que se habla, para no generar mucha masa crítica.

Carla Simón, al ganar el Oso de Oro en Berlín con la película Alcarràs, dedicó el premio "a las pequeñas familias de campesinos que cultivan la tierra cada día porque su manera de hacer agricultura, que es respetuosa con la tierra, es una forma de resistencia". Ante este sentimiento de indefensión e impotencia por la sociedad que nos obligan a habitar, poca cosa más nos queda que cuidar nuestro jornal de tierra, el emocional y el geográfico. Cuidar el medio ambiente que nos acoge y las personas que nos rodean como forma de solidaridad, y fortaleza. De insurrección y paciencia. Saber escoger las compañías del lado del camino, perseguir los azares y tratar de pasar por esta vida más como un abrazo largo y deseado que como un storie de Instagram, efímero y superfluo. Porque resistir también es amar y hacer perdurable la ternura.