La corrupción en España ha llegado a un punto en que la discusión se centra ahora en jerarquizar la gravedad de cada caso para dirimir cuál es el peor. Y como suele pasar en este campeonato, todo el mundo ve la paja en el ojo ajeno y no la viga en los propios, con una excepción que indigna a todo el mundo casi por unanimidad como es el caso Montoro, fruto de una larga instrucción por parte de un juez de Tarragona que ha tenido que confiar buena parte de la investigación a los Mossos d'Esquadra.
Los periodistas estamos obligados a respetar la presunción de inocencia hasta que no haya sentencia firme y todo apunta que va para largo, para muy largo, pero lo que ha trascendido del sumario describe un funcionamiento del ministerio de Hacienda que no ha encontrado defensa ni comprensión en nadie del arco parlamentario. Al contrario, el posicionamiento crítico de dirigentes y exdirigentes del Partido Popular da la impresión que han recibido con satisfacción las revelaciones del sumario, como si, de hecho, alguna cosa sospecharan y pensaran ahora que ya es hora de que lo atrapen.
El caso ha sido reconocido como el más grave de todos los conocidos hasta ahora, porque pone en evidencia algo tan importante como es la inseguridad jurídica y la indefensión de los ciudadanos ante el Estado, que es lo que diferencia una dictadura de una democracia. Ladrones y corruptos en la política hay y habrá siempre, porque la avaricia es una tentación permanente de la naturaleza humana, pero precisamente lo que distingue a las democracias son los sistemas de control y los contrapoderes que primero obstaculizan las posibles prácticas delictivas de los gobernantes y, en caso de que se produzcan, sean fácilmente descubiertas y penalizadas de acuerdo con la ley.
Algunos teóricos más bien conservadores sostenían que la transición de la dictadura a la democracia en España empezó antes de la muerte de Franco, con una ley de contratos del Estado que, según decían, ponía punto final a las arbitrariedades del régimen y daba garantías a los inversores extranjeros en el sentido que la Administración española actuaría con imparcialidad.
Lo que ha trascendido del sumario del caso Montoro nos transporta la imaginación a tiempos pretéritos, cuando el gobernante estaba en condiciones de actuar arbitrariamente y sin límites, amasando fortunas, satisfaciendo sus caprichos y persiguiendo impunemente sus adversarios o rivales políticos. Y claro está, eso no lo puede hacer una persona sola. Necesita la colaboración no solo de sus hombres de confianza colocados en sitios clave. También tiene que colaborar un ejército de funcionarios que le reconocen al ministro bastante autoridad para hacer y deshacer.
Así pues, lo más grave no es que Montoro haya hecho lo que le atribuye el sumario del juez instructor, sino que lo haya podido hacer sin muchos obstáculos: alterar las normas del Estado a cambio de dinero y en beneficio de particulares; resolver arbitrariamente, también a cambio de dinero, inspecciones de Hacienda; utilizar la información de la Agencia Tributaria para amenazar y/o atacar a adversarios políticos, y practicar la guerra sucia incluso contra periodistas, como ha testimoniado el colega Carlos Alsina.
Montoro ha actuado como ha actuado porque han fallado todos los mecanismos de control propios de un Estado de derecho y eso solo es posible con un ingrediente fundamental: el miedo
En tiempo del procés era vox populi que a la guerra sucia organizada por el ministerio del Interior, bajo la dirección de Jorge Fernández Díaz, se añadió también una ofensiva fiscal contra todo y todos los que pudieran parecer sospechosos de tener simpatías soberanistas, pero también contra otros personajes de la sociedad catalana que no eran soberanistas, sino todo lo contrario, incluso algún aristócrata, con el objetivo lo bastante exitoso de generar un clima de miedo colectivo. Abogados de prestigio lo comentaban, obviamente en privado y en voz baja.
Efectivamente, Montoro ha actuado como ha actuado porque han fallado todos los mecanismos de control propios de un Estado de derecho y eso solo es posible con un ingrediente fundamental: el miedo. Montoro contaba con el apoyo de personas de su confianza, pero también con el silencio de las víctimas y de los testigos que, sin formar parte de la trama, no se atrevieron a denunciar al ministro y sus secuaces por miedo a las represalias. Algunos han recordado estos días algo tan español como el Tribunal de la Santa Inquisición.
Ahora estamos en el siglo XXI y todo el mundo entiende que lo que se dice coloquialmente meter la mano en la caja como han hecho tantos políticos corruptos por todo el planeta, es grave, pero no tanto como prostituir las instituciones del Estado, y muy especialmente la agencia encargada de recaudar los esfuerzos de los contribuyentes y transformarlos en bienes comunes. Porque no es la persona que falla, es la maquinaria en conjunto. Montoro exigía sacrificios a los contribuyentes, recortaba gasto social y la gente le tenía confianza. El pago de impuestos es el principal acto de fe de los ciudadanos con el Estado. Cuando esta confianza se rompe, el Estado, el sistema, pierde la confianza y de rebote su legitimidad.
El panorama no puede ser más desolador en un país donde ha robado el rey; han robado dirigentes políticos de los dos partidos que se alternan en la gobernanza; los ministros Montoro y Fernández Díaz han hecho lo que han hecho y disfrutan de la vida... En España incluso la lotería está bajo sospecha ahora que ha tenido que dimitir por su relación con Montoro el director económico financiero de la empresa que organiza las rifas. No vaya a ser que encima hayan acertado la primitiva. Franco acertó la quiniela varias veces.
Y lo peor de todo ello es que no se avistan los cambios estructurales necesarios para que el Estado de derecho funcione, sino al contrario, van ganando terreno los únicos que prometen cambiar las cosas a peor. Los políticos de la extrema derecha prometen suprimir impuestos y, ve qué cosa, Montoro deja a los demócratas sin saber como argumentar el contrario.