Si es verdad, como dicen, que tenemos dos planetas similares a la Tierra a la vuelta de la esquina (12,5 años no es nada en el universo), ya no tenemos de qué preocuparnos. No deberíamos preocuparnos, excepto si hemos decidido extender un velo moral sobre la protección de la Tierra, injustificable cuando se contrapone a nuestras conductas respecto de tantas otras cosas.

En un tiempo en que la relaciones de afecto, ya sea en la pareja, o respecto de los hijos (y ya no digo en el caso de los amigos), son cada vez más de usar y tirar, si solo nos comprometemos con las cosas en la medida en que nos sirven, como se ve respecto de los ancianos (a quienes de forma tan clarividente cantó en su día Serrat), en total soledad poblando nuestras ciudades, si hemos decidido hacer del consumo compulsivo la seña identitaria de la modernidad y el motor del crecimiento económico, entonces ¿por qué no entender el planeta, algo mucho menos personal, aunque no menos vivo, como algo desechable?

El ser humano está lleno de contradicciones que no sabe cómo resolver, entre otras cosas porque cada vez tiene menos tiempo para pensar. La prisa se ha apoderado de nuestros juicios, de nuestros diagnósticos, de todas aquellas cosas que en otro tiempo necesitaron de un mínimo de reflexión para no ser poco más que una reacción emotiva. Pero de eso va esta historia actual. Somos fundamentalmente pasto de las emociones, así nos tratan la mayor parte de los múltiples enemigos tecnológicos que hemos ido cerniendo a nuestro alrededor, supuestamente en nuestro beneficio, pero que cada vez saben más y mejor sobre cómo manipularnos, dejando en la mínima expresión la tan cacareada intimidad (¡y su dichosa protección de datos!) y nuestra dignidad. Porque nos reducen, nos hemos dejado reducir, a puro fruto algorítmico.

La prisa se ha apoderado de nuestros juicios, de nuestros diagnósticos, de todas aquellas cosas que en otro tiempo necesitaron de un mínimo de reflexión para no ser poco más que una reacción emotiva

No sé qué sentido puede tener todo el movimiento ecologista y la contumaz reivindicación de que la Tierra debe ser protegida para que la hereden en perfecto estado de revista las siguientes generaciones. Si una parte de la ciencia está abocada a encontrar nuevos mundos en los que alojar la humanidad, bastará con entender que el planeta azul es igual que el último coche que hemos abandonado porque ha dejado de ilusionarnos, porque hemos encontrado un nuevo objeto en el que depositar nuestros deseos. Nada bueno podía auspiciar el hecho de haber entendido que personas, animales y plantas están porque sirven para satisfacerlos. Y, de hecho, la reacción, contraria de arrodillarnos ante la naturaleza haciendo nuestra vida incómoda en su beneficio, incurre en el mismo pecado egocéntrico.

Al final tendremos que optar entre el hedonismo complaciente y caprichoso o el compromiso con la vida, las personas y las relaciones por el simple y prodigioso hecho de que el ser humano tiene entidad moral. Harari diría que esa moralidad es un dogma más, y que nuestra historia habría podido ser cualquier otra, y que todo es el fruto del azar ciego del que Hawking se empeña en convertirnos en adoradores. Sin duda para ellos encontrar otro planeta al que trasladar nuestros huesos es tan buena noticia como quedarse por aquí. Pero al hablar de lo que niegan, ellos mismos reafirman el milagro. Allá donde esté, algo distingue a la humanidad.