En artículos anteriores en este mismo diario me he referido al tratamiento del procés independentista catalán por parte de la justicia española. Lo he intentado hacer siempre desde una perspectiva económica, tratando de poner en la balanza costes y beneficios en los que incurría la cúpula judicial, y en los costes que esta imponía a los procesados.

Que la solución a un problema como este se haya puesto en manos de la justicia, pone en relieve una gran incapacidad por parte del Estado para tratar en el terreno de la política un problema que es exclusivamente político. Un fracaso en toda regla por parte de un Madrid que ha practicado una vez más lo que se puede calificar, con todo el rigor lingüístico del término, de supremacismo. Son síntomas inequívocos de la torpeza centralista, la guerra sucia contra el catalanismo en general, la violencia policial del 1-O, la aplicación del artículo 155, los diferentes episodios de agresión a la economía catalana y, al fin y al cabo, la judicialización como única respuesta.

El recurso a los tribunales no es en sí mismo malo, siempre que de estos te puedas fiar. Veremos. El caso es que el Estado ha puesto el problema catalán en manos de dos tipos de tribunales muy diferenciados, que paso a valorar, uno en este artículo y el otro en un artículo siguiente. El primero es el de las máximas instancias judiciales del estado español, es decir, el Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo, la Audiencia Nacional, el Tribunal Superior de Justicia (en nuestro caso, de Catalunya) y las partes acusatorias públicas como son la Fiscalía del Estado y los abogados del Estado.

Recurrir a tan altas instancias tendría que ser una garantía en un estado de derecho que se base en la separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Lástima, sin embargo, que, para empezar, sobre el judicial se ciernen muchas dudas en torno a su independencia, entre muchas otras cosas porque en los nombramientos de sus miembros los partidos políticos tienen diferentes grados de intervención.

Por motivos históricos y por motivo de un corporativismo muy arraigado, la alta judicatura del Estado está fuertemente politizada, no tanto entre derechas e izquierdas o entre progresistas y conservadores, sino en su concepción del Estado

Pero este no es el principal problema de la cúpula judicial, porque unos buenos profesionales para impartir justicia lo tendrían que ser independientemente de si los propone el PP o si los propone el PSOE. En mi humilde opinión, el principal problema es que, por motivos históricos y por motivo de un corporativismo muy arraigado, la alta judicatura del Estado está fuertemente politizada, no tanto entre derechas e izquierdas o entre progresistas y conservadores, sino en su concepción del Estado. Todo este grupo de jueces, fiscales y abogados del Estado que tienen la responsabilidad máxima de impartir justicia y de actuar como última instancia del país, comparten un valor político de orden superior: se tiene que preservar la unidad de España, que está por encima del bien y del mal.

Con un credo como este es fácil anticipar los resultados de su intervención cuando se trata de juzgar a aquellos que osan poner en entredicho precisamente la famosa unidad, aunque los delitos que juzgan sean manifestarse pacíficamente, debatir en el Parlament o hacer posible el "delito" de votar. En manos de personas muy sabias pero fuertemente politizadas, el derecho se convierte en una disciplina resbaladiza: el blanco se puede llegar a ver negro, y el negro, con un poco de imaginación, se puede convertir en blanco. Y con esta capacidad interpretativa y con una gran capacidad de construir relatos inverosímiles, llegar a condenar a inocentes y liberar a culpables es fácil.

La suma de la dejadez de funciones del poder político y el traspaso del problema catalán en manos de la justicia, más el sesgo ideológico de la cúpula judicial española, nos sitúa donde estamos actualmente, que es una democracia con rasgos chinos y turcos, es decir, de baja calidad en los estándares europeos. La cuestión adquiere una relevancia extrema porque, a la práctica, otorga el máximo poder del Estado a un grupo de juristas de dudosa imparcialidad. Y así, la supuesta separación de poderes se convierte de facto en prevalencia de un poder sobre el resto. Así es como en mi opinión se ha gestionado el problema catalán.

Los resultados de esta estructura judicial suprema son fácilmente previsibles. Toda la maquinaria se pone en marcha, disciplinada, al unísono, al servicio del castigo preventivo y del castigo definitivo de los díscolos. No se pretende impartir justicia, sino escarmiento y aviso para navegantes. En este contexto, con perspectiva económica, ni siquiera el prestigio de los magistrados a nivel internacional es una salvaguardia válida para la máxima instancia judicial española.

Triste, al fin y al cabo, porque lo que desde Catalunya se planteaba como un ejercicio democrático, ha originado un tsunami de condenas vergonzantes, las ya dictadas y las que vendrán. La vía represiva física del 1-O se ha complementado con la vía represiva judicial. La dignidad de la población catalana ha puesto en marcha el único tsunami que puede impulsar, el democrático y el de la política. Veremos cuál prevalece.