El proceso de putrefacción política, mezclado con las ganas que veo de colocar a Sílvia Orriols en el mismo paquete que VOX, me ha hecho pensar en una conversación que tuve con un pope del procés poco antes del 1 de octubre. Estábamos en un despacho con Bernat Dedéu y el pope en cuestión nos aseguró que ya estaba todo ligado. Entonces, con un golpe de efecto que me obligó a aguantarme la risa, puso un contrapunto dramático a su discurso entusiasta: "Ahora solo falta que la CUP se porte bien y no lo mande todo a hacer puñetas montando una revolución social".

"Necesitan una FAI —pensé—, y no sé de dónde la sacarán". Han pasado los años y parece que el material inflamable ya está disponible. Antes, la inmigración venía del sur de España y ahora viene de más lejos. Pero el efecto es el mismo. Cuando, hace veinte años, escribí que el pacto del Estatut acabaría como la Asamblea de Parlamentarios de 1917, no pensé en el drama posterior. Se pueden establecer muchos paralelismos entre las secuelas de 2017 y las de 1917: las más evidentes son el descrédito de los partidos, la normalización de la violencia en la calle, el vuelco fascistoide de la monarquía y la llegada de los primeros obreros analfabetos de habla castellana.

Idealizamos la segunda República, y no pensamos que nació muerta porque todos los actores políticos llegaron demasiado quemados para seguir huyendo adelante. Parece que en Barcelona y en Madrid se han resignado a repetir el camino como una banda de sonámbulos. Todo hace pensar que el negocio de la confusión aumentará al mismo ritmo que la degeneración de la política y el caos. Como siempre, el motor de fondo es el pulso histórico que mantienen el Madrid castizo que controla el Estado y la Barcelona sin patria que intenta dirigir la economía. Cuando el poder por el poder de los unos y el dinero por el dinero de los otros no se pone de acuerdo sobre cómo se tienen que reprimir los anhelos políticos del pueblo catalán, el Estado hace aguas.

Como hemos explicado en Casablanca, el Estado español se empezó a fabricar al Compromiso de Caspe con la alianza entre los Trastámaras y los grandes comerciantes barceloneses. La superioridad numérica del pueblo castellano y el traslado de la corte en Madrid no han conseguido extirpar la base catalana del Estado. Se mire la época que se mire, el problema de España siempre ha sido la catalanidad del pueblo que quedó al margen de esta magnífica alianza. Como dice Abel Cutillas, si Maquiavel se fijó en Ferran el católico y Cesar Borgia para escribir El Príncipe es porque vio que la nueva política europea estaba naciendo de las cenizas del Casal de Barcelona.

Viene una época de individualidades fuertes en un mundo cada vez más caótico y deshecho

La cuestión, pues, es que el pueblo catalán vuelve a estar en medio de un cambio de época que lo puede pasar por encima. El único interés que une a las élites de Madrid y Barcelona son las ganas de debilitar el país para disolverlo en sus guerras fratricidas y, si hace falta, hacerle pagar los platos rotos de sus huidas adelante. La inmigración, como hace un siglo, es una herramienta ideal porque erosiona la cultura catalana e introduce la amenaza de una violencia arbitraria que el estado no tiene capacidad para ejercer a cara descubierta. Es aquello del pistolerismo de los años veinte y de los incontrolados de los años 30, que convirtió a tantos catalanes al franquismo. La cuestión es que Catalunya se convierta en un avispero para los catalanes, antes de que lo sea para las fuerzas represivas del Estado —o incluso para los inmigrantes.

Ot Bou decía el otro día que la idea de la independencia no ha quedado impugnada, y que el problema es "la manera de aspirar". Pero la independencia de un país no es una idea, es un hecho consumado por la fuerza de una existencia colectiva, y el resto son historias. El agujero negro que ha dejado el procés no viene tan solo de las engañifas de los partidos. También viene de las carencias que el país ha demostrado a la hora de aprender de los errores y defender sus necesidades cuando los políticos procesistas ya estaban en la prisión o en el exilio. A veces olvidamos que los políticos son personas con familia y con amigos, y con redes de reconocimiento económico y social —igual que los periodistas que modelan la realidad.

Ahora, por ejemplo, hay mucho interés en tratar de colocar a Orriols en el mismo paquete de VOX, pero todo el mundo sabe —y, si no, siempre hay los libros— que la situación lingüística y demográfica de Catalunya no se puede comparar con la de España, ni tampoco con la de ningún Estado de Europa. Todo el mundo sabe que en Catalunya llueve sobre mojado con el tema de la inmigración, y que Aliança Catalana no tendría peso como partido sin los discursos de Orriols. Es el ejemplo de libertad política que ha dado la alcaldesa de Ripoll, cuando tanta gente formada se escondía o se daba por vencida, el elemento que impulsa Aliança Catalana. Orriols no habla para los funcionarios de la justicia o de la policía, ni para el rey de España, ni por ningún tipo de corporativismo económico o social.

Yo no creo que vote, porque creo que si no tenemos fuerza para organizar una política nacional vale más que no tengamos política. Y porque pienso que las formas de poder están cambiando, igual que en los tiempos de Maquiavel y de los Trastámara. Me parece que los políticos han perdido la capacidad de cohesionar los países y resolver los problemas cotidianos y que el poder se vehiculará a través de formas que todavía no podemos prever, ni tan solo adivinar. A mí, ya me gustaría encontrar un partido que me representara. Pero me parece que viene una época de individualidades fuertes en un mundo cada vez más caótico y deshecho, en el cual la paz no siempre saldrá a cuenta.

Dicho esto, cualquiera que compare a VOX con Aliança Catalana o diga que Orriols es una fascista porque ve las orejas al lobo para mí es enemigo de Catalunya y, por lo tanto, enemigo mío.