El desierto es una imagen muy invocada en el confinamiento. De desiertos sabía infinitamente Charles de Foucauld, un personaje que desde hoy amplía el santoral y que es de esas figuras que por el hecho de haber existido han dejado un mundo más luminoso.

Charles de Foucauld (1858-1916) entra en el libro de los santos en pleno momento de repensamiento sobre la humanidad herida. Es pertinente que se hable de él precisamente ahora. Su marca ha sido saber reconocer en cada persona a un hermano (sea quien sea y venga de donde venga) y por eso se lo conoce como el hermano universal. Su tumba, una sencilla construcción de piedra en medio del desierto en Argelia, es ya un signo más de su vida desprendida. Quería ser el último, pequeño, insignificante. No gritaba por las calles, pero tampoco calló: "No tenemos derecho a ser perros mudos, centinelas dormidos o pastores indiferentes cuando el gobierno comete una gran injusticia".

Charles de Foucauld nace en un ambiente de confort. Era un vizconde que, después de dejar una vida de militar y explorador, se convirtió y se hizo sacerdote. Había nacido en Estrasburgo, se quedó sin padre ni madre muy pequeño, con seis años. Su abuelo, con quien tenía muy buena relación, lo orientó hacia una carrera militar.

Foucauld es un apóstol de la bondad, misionero sin consignas, discreto y sin estridencias

Entra sin pasión al ejército, lleva una vida disoluta por desinterés en la carrera y lo expulsan. Vuelve a Francia y cuando se marcha a explorar Marruecos, decide que quiere ser el último, a pesar de ser consciente de que no le puede arrebatar esta posición a Jesucristo. Es en África donde el hecho de conocer a los musulmanes le despierta curiosidad y se pregunta si hay Dios. Se vuelve a interesar por la religión. Peregrina a Tierra Santa y ve que su vida tiene que ser sólo para rezar y ayudar a los más abandonados.

Vivió once años con los tuaregs en Tamanrasset, y de hecho preparó una gramática y un diccionario para dar a conocer su cultura.

Impulsor de la vida fraternal, la sencillez áspera y severa, la amistad con los tuaregs... Muere solo, asesinato, en 1916, en el desierto del Sáhara.

El Papa lo eleva ahora a los altares y con este gesto hace santa a una persona que para muchos ya lo era, como pasó con Óscar Romero o como sucede con mártires que el pueblo ya considera santos, aunque no hayan pasado por el sofisticado cedazo del proceso jurídico de la canonización.

Por todo el mundo hay personas que siguen su estilo de vida y se inspiran en él. Un amigo mío, que vive en Nueva York, regula su vida según la espiritualidad de Charles de Foucauld, conocido como el amigo del desierto. Tienen especial atención en cuidar el silencio interior y en una vida con los ojos puestos en el altruismo. En Catalunya existe la Comunidad Horeb, más centrada en potenciar el diálogo entre confesiones y religiones.

Este tuareg universal daba mucha importancia a la vida eucarística y al Evangelio. Su concepto de fraternidad no era contradictorio: no se trata de las dicotomías fáciles de vida activa o vida contemplativa, o de ser muy bueno en justicia social y justito en vida sacramental. Foucauld es un apóstol de la bondad, misionero sin consignas, discreto y sin estridencias. Tenía un deseo: que la gente, al conocerlo, se preguntara: ¿Si el servidor se comporta así, cómo debe ser el Maestro?