Ascéticas, casi zen, las películas de Robert Bresson (1901-1999) son puñetazos estéticos, y moralmente su obra es una punzada que se queda infiltrada en nuestros ojos. Es una suerte tenerlo hasta enero en la Filmoteca de Catalunya, que ofrece el ciclo Robert Bresson, director de cine que murió el 18 de diciembre de 1999 dejando pocas pero impresionantes películas. El cineasta (cinematógrafo, como le gustaba definirse), había cultivado la pintura y la fotografía antes de dedicarse en cuerpo y alma –mucha alma– a sus películas. Es por eso que se entiende que la XVII Mostra de Cine Espiritual, que organiza anualmente estos días la Generalitat de Catalunya a través de la Dirección General de Asuntos Religiosos del Departament de Justícia, haya escogido a este autor para su programación. Inteligentemente, Bresson no habla de la espiritualidad directamente. Sus personajes, que no son excesivamente expresivos para dejar más espacio a las palabras que a la visión, y miran siempre más allá generando una conexión más allá de lo físico.

Bresson es un autor que detesta el maquillaje conceptual: va a la raíz, y por eso coge a menudo gente de la calle, y no siempre actores consagrados. Su búsqueda de la autenticidad lo lleva a depurar mucho, y el mismo uso de la luz y los contrastes nos lo hacen ver. Bresson no es un autor de aquellos que lo miras y ya lo confundes con otros al cabo de diez minutos. El autor de El Proceso de Juana de Arco, Pickpocket o de Las damas del bosque de Bolonia es inconfundible. En El diablo, probablemente, su dibujo social de una sociedad decadente (1977) en que unos jóvenes intentan cambiar el rumbo de la historia colectiva, es como una premonición inquietante del nuestro hoy. Si te bendijeran los ojos y te hicieran probar un elixir que desconoces, sabrías que el que tomas es Robert Bresson, delicado y gélido al mismo momento. El cine como pretexto para la introspección es una herramienta que está salvando a mucha gente en esta pandemia: el envolvimiento de la sala oscura, que nos deja destellos de claridad y de esperanza, aunque a dosis muy pequeñas, tiene un efecto redentor. Bresson habla de "la espantosa convalecencia del amor cuando se acaba", o de la posibilidad de cambiar la realidad con escapadas mentales y actos de la voluntad. Bresson ahora vuelve en pantalla grande y con debates sobre sus películas.

El narcisismo, la fragilidad de las relaciones, la fuga a paraísos artificiales o la depresión son estigmas inseparables de nuestra condición humana posmoderna

Es un acierto que la Mostra de Cine Espiritual haya desafiado los tiempos adversos y haya conseguido llevar películas a lugares recónditos de Catalunya, desde salas parroquiales a centros de menores o prisiones. También se ha facilitado su visión en línea. Los programadores, las administraciones, los educadores, saben que el cine no es sólo un refugio, es una necesidad para el espíritu, para la salud mental, por la compañía que calienta y acompaña en una época de desengaños y frustraciones de magnitud considerable.

Bresson, y los maestros del cine, nos regalan la ilusión momentánea de vivir otra película diferente de nuestra trayectoria.

El cine posmoderno es un altavoz de cómo somos y sentimos. El narcisismo, la fragilidad de las relaciones, la fuga a paraísos artificiales o la depresión son estigmas inseparables de nuestra condición humana posmoderna. Lo escriben los expertos en cine Jorge Martínez y Juan Orellana (Celuloide posmoderno. Narcicismo y autenticidad en el cine actual), de Encuentro. El cine no es un producto ajeno a qué pasa, ni a qué nos pasa. No es sólo el cine posmoderno, es el cine que tiene esta magia.

El cine es la puerta, la incursión en mundos que sólo los más privilegiados como Bresson han sabido imaginar y plasmar. El cine también tendría que ganar más premios y reconocimientos motivados por la pandemia, porque su papel es curador. Porque el cine es una tirita de gasa emocional que nos protege de las rasguños existenciales, un bálsamo que calma, un pinchazo que despierta.