Sublimar es agrandar, exaltar y elevar a un grado superior, pero también es pasar directamente del estado sólido al de vapor. En días de desescalada han emergido reacciones que subliman el momento que dejamos provisionalmente atrás. Esta fase es el confinamiento. Leía un sagaz tuitero que pronosticaba que dentro de unos meses, con una situación ya seminormalizada, todavía habrá gente que irá con mascarilla y guantes y geles hidroalcohólicos constantemente, porque se sentirán más protegidos y seguros, incluso cuando no haya peligro. Y mirarán con recelo a los que intentarán ir haciendo un diferente y nuevo tipo de vida.

Hemos llegado a sublimar tanto las bondades del confinamiento que incluso nos hemos sentido cómodos en la cueva y los psicólogos ya tienen trabajo con gente que tiene miedo o pereza, o una mezcla de ambos, y no quieren salir a la calle. Hemos sublimado también el estado anterior al confinamiento, aquella vida de la cual nos quejábamos pero ahora nos aparece como el Edén. No había que ser muy perspicaz para darse cuenta de que todo era frágil y un regalo, y que cualquier claridad existe en contraste con la oscuridad. Nuestra vida antes también tenía claroscuros, pero la pátina de nostalgia, y quizás la intuición que algunos momentos no se volverán a repetir nunca más nos ha transformado colectivamente en adultos de golpe.

Especialmente sublimadores han sido algunos creyentes. Añoran, y mucho, su religión precoronavirus. Era la religión a la que estaban acostumbrados, todo en orden, con horarios, lugares y momentos adecuados. Eran momentos también de expresiones comunitarias de fe importantes, encuentros de jóvenes en verano, encuentros multitudinarios que reforzaban la fe y fortalecían el sentimiento de pertenencia.

La respuesta que puede inquietar más es la sublimación del pasado, que airada con el confinamiento sólo trabaja para volver al pasado: abrir iglesias rápido, recuperar la pérdida sacramental de tanto ayuno de sacramentos varios y el confort de la comunidad

Quizás ahora, sean de la religión que sean, se dan cuenta de que el Dios creador y que interviene en la historia también sigue aquí, viendo cómo reaccionan y se adaptan. Las religiones siempre se han adaptado, de hecho, son uno de los colectivos que históricamente, a pesar de las persecuciones, ha ido superando también fases complejas. Ha habido muchas reacciones al momento actual y quién más quién menos en el campo espiritual ha lanzado reflexiones y ha extraído aprendizajes. Quizás no todo lo que se estaba haciendo hasta ahora era adecuado, y hay que depurar estructuras y maneras de hacer y el virus lo puede acelerar.

Los hay que han manipulado el momento Covid-19 para anunciar el fin del mundo. Otros, para lamentarse contra un Dios que les envía desgracias y no es sólo un Dios de cosas buenas. Los hay que hacen acciones de gracias porque con el coronavirus han despertado al clamor de los más pobres y se han dado cuenta de que su vida estaba totalmente desenfocada. Hay personas que han vuelto a rezar. Otros que se enfadan y claman a Dios increpándolo por permitir tales calamidades. Hemos asistido a campañas que se han enfadado con sus respectivos gobiernos porque no han permitido que iglesias y templos estuvieran abiertos. Sí, es un derecho poder asistir y practicar la religión, pero en confinamiento tantos derechos han sido vulnerados, igualmente.

La respuesta que puede inquietar más es la sublimación del pasado, que airada con el confinamiento sólo trabaja para volver al pasado: abrir iglesias rápido, recuperar la pérdida sacramental de tanto ayuno de sacramentos varios y el confort de la comunidad. Leyendo las señales de los tiempos, quizás podría ser que ahora toca abstenerse de algunas praxis para concentrarse en otras, o crear nuevas. No me refiero a menospreciar la presencialidad sino a recordar que no todo se reduce a ella. Los que sean creativos generarán espacios y maneras de hacer convincentes para tiempo de incertidumbre. Quien se enroque, difícilmente subsistirá en esta tormenta.