Es fascinante cómo las cosas pasan al mismo momento y tienen efectos contrastantes según quién las vive. En el selecto club de cardenales (son 121 en el mundo solamente), unos se estrenan, como Joan Josep Omella, con la dulce ilusión de los comienzos. Y otros, como el cardinal George Pell, inician inexorablemente un descenso tortuoso hacia los infiernos. Porque aunque el cardinal Pell, acusado por la policía australiana de abusos sexuales a menores, pueda ampararse en la presunción de inocencia, y sea efectivamente inocente, la mancha ya es demasiado grande. La sombra de un error esconde toda la bondad de siglos. La reputación se juega en estos términos.

Los purpurados, con este rojo que simboliza derramar la sangre por fidelidad si hace falta, forman el círculo más próximo que ayuda al Papa en el gobierno de la Iglesia. Es vital que sean variados y de mentalidades diferentes. Hagamos números. De los 121 cardenales, que ya no son príncipes de la Iglesia (el papa Francisco detesta este título), 49 han sido creados por el Papa argentino. La mayoría todavía se concentran en Europa, pero Francisco ya ha cortado con esta tradición y se entretiene con el mapamundi: Laos, El Salvador, Suecia, Mali. No es la política de Benedicto XVI. ¡Quién les iba a decir a estos señores (conversos, obispos auxiliares, arzobispos de sedes perdidas por el mundo) que acabarían en el centro mundial del catolicismo como asesores del Papa! Estados Unidos e Italia todavía tienen un buen número de cardenales, y por lo tanto son un peso como electores en un futuro cónclave a tener muy en cuenta. No solo porque son muchos, sino porque se sienten desbancados. Y su reacción de "descartados" puede ser interesante en el momento de escoger un nuevo jefe para la Iglesia Católica.

Y en la quiniela papal también tenemos España, que aunque nos parezca importante, no tiene la fuerza de Italia, Brasil, Polonia, Filipinas o Estados Unidos, en mentalidad católica. No estoy en la cabeza privilegiada del Papa, pero sospecho que ha pesado mucho más que sabe qué pie calza Omella, ya que está amasado de su misma cuerda y huele a oveja, que no el hecho de que sea de Barcelona, una sede tradicionalmente destinada a tener cardenal. Sea como sea, ahora contamos con un tándem cardenalicio, Omella en activo y Martínez Sistach dejando paso pero conservando su papel, porque cardenal se es para siempre y cuando el Papa te llama, a Roma hay que acudir. Omella es papable, y este dato reviste especial interés, porque vivimos aires pascuales y sabemos que los caprichos del Espíritu Santo pueden ser muy graciosos. Nada hacía pensar que había llegado el momento de un papado latinoamericano y jesuita, y aquí tenemos al flamante Bergoglio, reinando desde la austeridad y la colegialidad.

Confieso que no he tenido que ver a Omella revestido de cardenal para imaginarlo como Papa. Ya hace tiempo que le veo la fisonomía papal. Pero soy periodista, no profeta. Mientras el miércoles pasado el "toda Barcelona católica" se hacía fotos con el nuevo cardenal en el Aula Pau VI, yo iba siguiendo el trayecto de otro cardenal, el imperturbable Bertone, que esperó pacientemente haciendo cola para saludar al nuevo cardenal Omella en el llamado "saluto di calore", el momento en que todo el mundo puede ir y decir "hola" a las nuevas incorporaciones. Bertone parecía haber salido un momento de la película The Young Pope. Me venía todo el recuerdo de los años en que como joven periodista lo seguía. Con Bertone de secretario de Estado todo era otra cosa, a la que sospecho que muchos no queremos volver. Omella lo acogió con un abrazo. Omella abraza a todo el mundo. Y está contento, porque sabe que no es un florero. El Papa no está creando cardenales porque toca, ni sigue ningún patrón ni protocolo. Está configurando la Iglesia que quiere, como Juan Pablo II lo hizo con todos aquellos obispos que a muchos no les parecieron el paradigma de la excelencia ni eran siempre la bondad personificada. Es así. Tener poder quiere decir sobre todo poder escoger. El mundo está muy herido. El Papa, en el consistorio de creación de cardenales, fue escueto pero directo: habló de refugiados, de esperanza, de cruz. Apuesta por los excluidos y urge a mejorar las condiciones de vida de los más vulnerables. La Iglesia no es eterna, pero ojalá dure ni que sea un instante largo esta nueva tónica evangélica. Para muchos es bueno y necesario, pero para las entrañas de la Iglesia, imprescindible.