Cuando la cantante Alaska cantaba "Quiero ser santa", en 1982, yo me imaginaba a los santos como los pintaba ella: extasiados, con estigmas, que levitaban por la mañana, con llagas, flagelados, enclaustrados y cuando se morían, naturalmente, con el cuerpo incorrupto. Y muy buenas personas, por supuesto. Después, en la vida, he conocido a gente que tiene más paciencia que un santo, que son buenos como el pan, que nunca subirán a los altares pero tampoco hace falta: son santos en el sentido de la nueva exhortación apostólica del Papa, Gaudete et exultate, donde explica en qué consiste ser santo hoy. Y no es el olor de santidad que evocaba Alaska. El papa Francisco cree en los santos de la puerta del lado, como los llama, la gente sencilla que hace la vida más agradable a su alrededor, que no refunfuña, no critica, aguanta los defectos de los otros con parsimonia, desprende esperanza a su alrededor, no es tóxica y no tiene mal humor.

El papa Francisco, con su nuevo documento que ha dedicado precisamente a los santos, debe haber hecho felices a mis amigos del Opus Dei. De hecho, leyendo la exhortación apostólica, al principio parece un texto típico del Opus (la Obra, como les gusta decir a ellos), ya que hace un llamamiento a ser santos en esta vida, la cotidiana, sin grandes heroicidades ni extravagancias. Pero lo que me ha parecido más interesante del texto papal no es tanto este aspecto (todos tenemos que ser mejores, no lo dudéis, y esforzaos en ello), sino el llamamiento que hace a defender con la misma fuerza con que los católicos se afanan por la vida (desde la concepción hasta la muerte natural) otras injusticias, como la pobreza. Eso no gusta mucho a quien va a las manifestaciones pro-vida con los mejores trajes y perfumes, porque la pobreza no es agradable, no hace buen olor y nos exige constantemente una revisión de nuestras acciones y estilo de vida. El punto 101 es muy claro: "La defensa del inocente que no ha nacido, por ejemplo, tiene que ser clara, firme y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la vida humana, siempre sagrada. Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya han "nacido". Esta resituación de la bioética (que en las últimas décadas ha estado jerárquicamente por encima de la justicia social) es muy determinante y uno de los puntos fuertes del escrito. También los que habla del Demonio. El texto, de hecho, es como una larga carta de tú a tú de un confesor o de un director espiritual a una persona a quien estuviera acompañando, dirigiéndose con mucha libertad y con muchos ejemplos concretos. No es un tratado teológico ni un sermón edulcorado sobre santos y santitos.

El Papa cree en los santos de la puerta del lado: la gente sencilla que hace la vida más agradable a su alrededor, que no refunfuña, no critica, aguanta los defectos de los otros con parsimonia, desprende esperanza a su alrededor, no es tóxica y no tiene mal humor

Bergoglio escribe que de los creyentes se espera que no se conformen "con una existencia mediocre, aguada, licuada". Cita a muchos santos conocidos, pero le interesa más poner el acento también en la santidad femenina, en "tantas mujeres desconocidas u olvidadas que, cada una a su manera, ha sostenido y transformado familias y comunidades con la potencia de su testimonio". Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada sólo a los que tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a orar, reconoce el Papa, que se apresura a decir que no es así, y que es importante liberarse de debilidades como "el egoísmo, la comodidad o el orgullo". Se trata de ser artesanos de la paz, porque construir la paz es un arte que requiere "serenidad, creatividad, sensibilidad y destreza", en palabras papales. Y aquí añade un texto que no parece pontificio, donde habla de acoger a los que "son un poco extraños", así como "a las personas difíciles y complicadas, a las que reclaman atención, a las que son diferentes". Francisco ya sabe que eso no gustará a la feligresía y advierte que esta acción de acogida es dura "y requiere una gran amplitud de mente y de corazón".

Es contundente el fragmento en que habla de llorar: "El mundo no quiere llorar: prefiere ignorar las situaciones dolorosas, cubrirlas, esconderlas. Se gastan muchas energías para escapar de las circunstancias donde se hace presente el sufrimiento, creyendo que es posible disimular la realidad", deja dicho. Pero añade que en el mundo también está la cruz.

"El mal humor no es un signo de santidad", escribe textualmente, y pide una sacudida "al amodorramiento y a la inercia". Como un líder a su equipo, pide "dejarnos descolocar por lo que pasa a nuestro alrededor" y saber retirarse del mundo donde predomina el ruido y hace falta el silencio: sin la sabiduría del discernimiento podemos convertirnos fácilmente "en títeres a merced de las tendencias del momento". Un texto sobre la santidad que a priori puede parecer intranscendente y donde suelta sus dardos habituales contra la charlatanería, los criticones, los malhumorados y quienes se piensan que con conocimiento o con voluntad lo conseguirán todo. Un buen ejercicio de mansedumbre, bajada de tono y buena actitud. Si fuera un texto escrito por otro que no fuera el Papa, sería seguido, retuiteado y expuesto en todas las redes sociales por los influencers que lo encontrarían un texto lleno de compasión, inspiracional y motivador, que quizás son las palabras modernitas para referirse a aquello tan clásico de la misericordia y espiritualidad.