Una Iglesia que no se pone al servicio no sirve para nada. Palabras del obispo francés de Évreux Gaillot, el prototipo de prelado crítico con olor a oveja que hoy sería aceptado dentro de la Iglesia católica, pero que cuando dijo estas palabras era uno díscolo, y el sistema no lo podía aceptar. De hecho, Juan Pablo II lo destituyó. Ahora vive en una comunidad en Francia y sigue siendo obispo de una diócesis inexistente, Partenia. Todavía recuerdo cuándo fui a comprarme el libro sobre su vida en la librería Claret. Tenía la sensación de cometer un sacrilegio. Era el 1995. Las pretendidas heterodoxias que lo echaron "fuera" de la Iglesia hoy probablemente lo podrían mantener en su seno.

En Barcelona acaba de publicarse un documento que se titula "Sortim", que en lenguaje eclesial es un plan pastoral. Para que lo entiendan los que no están acostumbrados, no es más que la explicación de qué quiere hacer la diócesis en los próximos años para ser significativa, para dejar su huella a la sociedad. El plan está dividido en partes como Jesucristo (está bien empezar por el comienzo), Pobres, Jóvenes, Fraternidad y Discernimiento. Muy en la línea del Papa actual, siguiendo el movimiento de Iglesia en salida hacia las periferias. Un ejemplo de esta fisonomía eclesial es una iniciativa que en invierno ha sido muy aclamada: la acogida que la céntrica parroquia de Santa Anna de Barcelona, escondida tras la plaza de Catalunya, ha procurado a decenas de sintechos de la ciudad. El invierno es duro y todo el mundo entendía que dar cobijo es un acto propio de los creyentes. Ahora ya hace bueno y el servicio sigue teniendo sentido. Porque las necesidades básicas están siempre y no responden a un capricho de las estaciones del año. Y porque tener un techo, un sitio donde dejar las bolsas (abren una consigna en la plaza de la parroquia donde se pueden guardar las pertenencias, que muchos de ellos es todo lo que tienen) y un banco donde sentarse, cargar el móvil o tomar un café son necesidades. También pueden hablar con los voluntarios y con personal terapeuta especializado. Y rezar, si les apetece. Todo eso tiene el nombre de "hospital de campaña", que es como el papa Francisco querría que fueran las iglesias y las comunidades, lugares donde la gente entre y se sienta acogida, independientemente de si son de misa o no.

Santa Anna no es una iglesia cualquiera. Hablamos de un antiguo monasterio rómanico-gótico, una especie de símbolo en medio de la opulencia de la plaza de Catalunya, como Saint Patrick en Nueva York; un recuerdo de que existe algo más que tiendas de ropa, de móviles o de hamburguesas. En Santa Anna me enseñan la cocina que han habilitado al lado de la sacristía: en Barcelona duermen 1.026 personas en la calle cada día, sin contar a los que duermen en centros residenciales o pisos especiales, que son 2.006 personas más. El vigoroso rector de Santa Anna, el padre Peio Sánchez, me recuerda que también hay 417 personas más que pernoctan en estructuras informales instaladas en solares o en sitios precarios. Hablaríamos pues de 3.383 personas en exclusión extrema en términos de vivienda. La Iglesia tiene que salir, y tanto, y de la misma manera muchos tienen que poder entrar en las iglesias a encontrar aquella acogida que es propia de la institución. Lo dijo en un momento en que no lo escucharon, pero el obispo Gaillot acertó: "Une Église qui ne sert pas ne sert à rien". Una iglesia que no se pone al servicio no sirve para nada.