Cuando la poeta Emily Dickinson nació en Amherst, Massachusetts, un 10 de diciembre de 1830, no se intuía que una gigantesca fuerza poética invadiría para siempre aquel trozo puritano y verde de tierra norteamericana. Su tumba está junto a su domicilio, una casa encantadora desde donde ella pasó la vida viendo el mundo desde una ventana. Emily Elisabeth Dickinson (1830-1886) es la poeta conocida por haberse recluido en vida en su cuarto. El imaginario colectivo la ve vestida siempre de blanco, con una ropa lánguida y decadente que todavía exponen en su habitación, que ahora es una casa-museo.

Emily no era una mujer de normas ni de vida comunitaria. La suya era una espiritualidad seca, solitaria

El suyo es uno de los casos de fracaso vital y éxito post mortem. Sólo un puñado escuálido de poemas publicados en vida, y ni siquiera los mejores. En su época, una mujer se podía alargar estudiando, si tenía suerte, hasta los 18 años, y ella fue una privilegiada. Su padre tenía claro que quería la misma educación para su hijo Austin y para sus hijas Emily y Lavinia. Pero el destino de la mujer, a partir de la edad de merecer (qué frase más espantosa y que todavía se repite) era prepararse a conciencia para ser una buena esposa y una exquisita madre de familia. Así pues, aprendió todo lo que hace falta en casa, ganó concursos de pan, pasaba horas en la cocina, donde muchos de sus poemas fueron escritos, y seguía los parámetros sociales impuestos por una sociedad clasista y acomodada. De hecho, ella empieza a producir más poesía precisamente cuando en casa entra más personal de servicio, proveniente de Irlanda, que la libera de los trabajos que le correspondían por el hecho de ser chica. Su hermana Lavinia fue una cómplice que entendió que Emily era un ser especial, y la protegía y cubría. Y si tenía que barrer más veces para que la hermana paseara por el jardín contemplando hierbas y pájaros, lo hacía sin quejarse. Los grandes espíritus, y Emily es uno de ellos, lo son también por las condiciones y ayudas que han podido tener. Y ella disfrutó de una hermana que lo entendió y de un padre que a pesar de no compartir las excentricidades de su hija, la dejó hacer.

La poesía de Emily Dickinson, extremadamente espiritual (Dios sale todo el rato, explícitamente, pero también a través de la naturaleza y de la relación con los otros), es provocadora, inclasificable. Afortunadamente, en catalán hay maravillosas ediciones (Marcel Riera, Míriam Cano) de la poeta de la puntuación difícil (ponía guiones a los poemas donde quería, no donde las convenciones recomendaban), y surgen películas, y ahora una serie, basadas en su insólita vida. Emily Dickinson mantuvo una copiosa relación epistolar con las personas que le interesaban, empezando por su cuñada Sue y continuando con pastores, escritores o editores de la época. La relación con la religión institucional fue complicada. Emily no era una mujer de normas ni de vida comunitaria. La suya era una espiritualidad seca, solitaria. Es una de las poetas que más ha escrito sobre la soledad, y uno de sus poemas más conocidos empieza así: "Esta es mi carta al mundo - que nunca me escribe". Los incondicionales de Emily releemos devotamente sus poesías, sus cartas, las antologías y las ediciones críticas, y no podemos hacer otra cosa que ser portavoces de la voz más original norteamericana (lo escribió Harold Bloom). Dickinson es oro. Dinamita pura encapsulada en gráciles poemas con apariencia de inocentes versos.