Rainer Maria Rilke, aquel sorbo de luz condensado en un verso, el frágil niño nacido en Praga vestido con diademas, raso y lacitos que sufrió una infancia triste, según confiesa él mismo, moría de leucemia en Suiza el 29 de diciembre de 1926 con solo 51 años. Dejaba una copiosa retahíla de poemas, amantes, tormentos y viajes. Desde hace un mes, un elegante entresuelo del Eixample de Barcelona se ha convertido en un restaurante con su nombre. Los terciopelos azul celesto de las paredes, los ventanales majestuosos de las salas privadas y el escondido jardín neorromántico son un guiño al poeta. Celebramos que abran locales con nombres gloriosos que condensen verdades y desterremos el mal gusto que la globalización nos impone con impunidad. Rilke es toda una declaración de intenciones. Volver a Rilke es recuperar. Recuperar tiempo, intensidad, rebelión.

Acertada manera de definir su agitada vida sentimental la que nos deja Antonio Lucas: dedicó tanta vocación a escribir como a "acumular amantes que siempre venían con un apellido largo y una fortuna extensa". Las mujeres no son destinos fugaces en su vagabundo errar por la vida: cada una es un universo que lo hiere, tanto o más intenso que cada ciudad que él conquista.

Un nombre femenino sobresale a su lado: Lou Andreas-Salomé, amiga de Nietzsche y discípula de Freud, que acompañó a Rilke en esta itinerancia existencial en la que se acercó al misterio de la Iglesia ortodoxa, influenciado por sus estancias en Rusia, donde entra en contacto personal con Tolstói. Rilke fue secretario de Rodin en París, se casó con una escultora también, Clara Westhoff, madre de su única hija, Ruth. Este poeta en alemán cuyos versos se te clavan indefectiblemente desde el primer momento ha sido tildado por los críticos de poeta místico y críptico. Como si la poesía tuviera que ser un manual de instrucciones o un experimento químico.

Jordi Llovet, conocedor y traductor de Rilke, lamentaba hace días que poca gente lo lea. Me sumo a él. Es empobrecedor no contar con Rilke en la propia biografía. No tengo un rilkómetro y desconozco quién lee o relee a Rilke entre nuestros contemporáneos, pero me cuesta pensar que haya personas enamoradas que no hayan regalado o recibido, por ejemplo, el poema Apágame los ojos. Versos espeluznantes que tienen un alto sentido religioso y que se utilizan en sesiones de literatura y cristianismo, también, y que contiene estas líneas insuperables: "Y si lanzas al fuego mi cerebro, tendré que llevarte en mi propia sangre".

Rilke extrae de la religiosidad familiar católica y es crítico con el cristianismo occidental, que lo decepciona en su anulación del misterio. El Dios de Rilke aparece como un Dios panteístico, presente en todas partes, en la naturaleza, los animales y en cualquier elemento. También está presente en Rilke esta ausencia de patria, una condición angustiante que hace sufrir porque no se puede sentir ni nostalgia de lo que no se ha tenido.

Rilke murió con mucho sufrimiento y dolores insoportables, y era consciente de que se estaba yendo. Aceleró la escritura. También lo hicieron escritoras enfermas como Flannery O'Connor o Carson McCullers: cuando la sombra de la muerte empieza a saludar, es pertinente intentar acabar la propia obra.

El padre de las Elegías de Duino o a Cartas a un joven poeta, a pesar de ser consciente de la tristeza inseparable de la vida, es un referente vitalista: el mundo es un desastre, pero hay luz. En Italia, Rilke es uno de los escritores más estudiados en las escuelas y no es extraño estar en el metro y ver adolescentes con un libro de él todo pintado y subrayado.

Ángeles, Hermes u Orfeo pueblan el universo de Rilke, mediadores, personajes al límite entre dos mundos. Los ángeles son también seres terribles porque es imposible acercarse a su perfección. Rilke era un espíritu errante que no se contentaba con tener los pies en la tierra llena de polvo, y por eso convivía con seres capaces de traspasar galaxias. Por eso lo necesitamos, para romper los límites, aunque sea mientras dura un poema, de nuestra contingencia.