El reverendo Dewey Williams, pastor bautista afroamericano, ha ganado un concurso de sermones sobre "la alegría en los corredores de la muerte" que se ha organizado por primera vez en Estados Unidos. En un país donde se potencia la competitividad y se celebran concursos de toda índole, también las palabras que se pronuncian a los condenados a muerte tienen cabida. He tenido la oportunidad de escuchar su sermón, en otro contexto. Nos lo ha repetido a un centenar de teólogos, sociólogos, educadores, psicólogos y filósofos convocados en la Universidad de Yale durante una semana para explorar qué tiene que ver la alegría con una vida que valga la pena de ser vivida. Para dilucidarlo se han repasado ideas de grandes maestros de tradiciones, algunas espirituales, otras filosóficas, en el marco de un proyecto internacional de la Fundación Templeton y la Universidad de Yale. En Estados Unidos, la cultura de la filantropía permite que haya dinero para que unos expertos se pasen años analizando qué nos hace felices y para diseñar cursos en la universidad sobre este tema, así como para explorar qué indicadores hay que potenciar, por qué en los institutos los estudiantes sufren ansiedad y qué extraña alegría puede haber en un corredor de la muerte. Me cuesta imaginar programas de esta magnitud en nuestro país.

El reverendo Williams, que predica en Carolina del Norte y responde a la imagen mental que podemos tener de un pastor bautista veterano, empático, apasionado y resistente, defiende que la alegría es la capacidad de que una situación negativa se convierta en algo que valga la pena. Cuando estás en la prisión esperando que te ejecuten, la alegría de entrada no parece que tenga muchas posibilidades de estar presente.

"Estos hombres son los más segregados de la prisión, muchos de ellos nunca reciben ninguna visita, no se reúnen nunca con otros internos. Y, con todo, consiguen compartir la vida y la fe con nosotros". Nos venía a decir que "estar allí" y pronunciar palabras de consuelo puede marcar la diferencia en la vida de muchas personas que están a pocas horas de ser asesinadas.

En el momento en que el pastor hablaba, el Papa de Roma todavía no había anunciado que hay que retirar del Catecismo de la Iglesia católica la eventualidad de la pena de muerte. Lisa y llanamente, para los católicos queda claro y por escrito que la pena de muerte es "inadmisible". En un acto muy esperado, el papa Francisco ha dejado dicho que la Iglesia se compromete "con determinación" a abolir la pena de muerte en todo el mundo, una pena que atenta "contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona". En Estados Unidos la noticia ha sido recibida con alegría pero también con reticencias por parte de un considerable número de ciudadanos que están a favor. La posición de la Iglesia católica contra la pena de muerte en Estados Unidos es fuerte, y son muchos los colectivos que rezan y se manifiestan ante las prisiones.

El papa Juan Pablo II dijo en Missouri el 27 de enero de 1999 que había que llegar a un "consenso" para acabar con la pena de muerte, que era "cruel e innecesaria". Pero han tenido que pasar casi 20 años desde aquellas palabras para que finalmente otro Papa haya conseguido quitar la posibilidad remota de la pena de muerte de un texto tan determinante como el Catecismo de la Iglesia católica. ¡Qué imprescindibles son las palabras que van dejando rastro, pero qué necesarios los puñetazos de los que pueden decidir! Bienvenido Catecismo sin vergonzantes excepciones y bienvenidos sermones en el pasillo de la muerte que son capaces de insuflar esperanza. Estamos en una sociedad de la venganza, que nos deshumaniza y nos hace miserables, y hay que parar esta espiral. Apostar por la venganza y ponerse al mismo nivel de quien ha cometido un crimen terrible no arregla nada: por desgracia no nos devuelve a las víctimas, nos ensucia radicalmente como personas, hace disminuir de manera drástica nuestra alegría y nos reduce en el plano moral.