Todo modelo teórico, una vez llevado a la práctica, tiene necesariamente que ser sometido a ciertas pruebas para determinar si realmente funciona y, llegado el caso, también ponerlo en situaciones de estrés para determinar si es lo suficientemente robusto como para resistir ante una situación de máxima exigencia. A las constituciones, como modelos de organización estatal, les pasa lo mismo y, sin duda, cuarenta y cuatro años es un tiempo más que suficiente como para determinar no solo las bondades y defectos de este, sino saber, con escaso margen de error, si es viable o no.

Lo que se intuía ya desde hace décadas ha terminado por hacerse realidad en los últimos años, demostrándose que el sistema constitucional implantado en 1978 en España era una suerte de modelo idílico, de laboratorio, que funcionó mientras no fue ni cuestionado ni sometido a pruebas de estrés. El inicial consenso entre los vencedores y aquellos que se plegaron a sus designios transicionales fue un marco regulatorio válido en tanto en cuanto las raíces mismas del sistema no fueron cuestionadas y, también, en tanto en cuanto determinados dogmas constitucionales no fueron puestos en tela de juicio y existió una alternancia en el poder que permitía, a unos y otros, mantener un control efectivo sobre los diversos resortes del poder.

Superado ese marco político y social es cuando comienzan a hacer agua no solo los esquemas pactados sino, también, la viabilidad de un modelo constitucional en el que ya no caben todos y donde muchos de los dogmas iniciales son cuestionados desde distintas perspectivas y por diferentes razones. Los ejemplos son múltiples y variados y solo quienes se aferran a viejos y desgastados axiomas son incapaces de ver los fallos del sistema y la escasa viabilidad que, como marco convivencial, ofrece cuando las exigencias ciudadanas van más allá de lo inicialmente previsto o pactado.

Una Constitución que no es capaz de arbitrar mecanismos de equilibrio entre los distintos poderes del Estado —pesos y contrapesos— es una Constitución inviable, generadora de fallos sistémicos como los que estamos viendo desde hace ya años en que unos mantienen secuestradas determinadas esferas de poder para que los otros no puedan acceder a esas mismas cuotas de poder a las que se aferran los primeros.

En realidad, la perversión y fallo sistémico proviene de no entender que no se trata de que el poder sobre las instituciones lo detenten unos u otros, sino que se mantenga una legitimidad democrática que emana de los ciudadanos y no de quienes dicen representarles; solo si existen pesos y contrapesos efectivos se puede hablar no ya de una alternancia en el poder, que no es más que una perversión del sistema, sino de una legitimidad democrática permanente en el ejercicio del poder.

Seguir celebrando la proclamación de una determinada Constitución sin ser capaces de hacer un mínimo análisis sobre su viabilidad actual, como marco convivencial, no es más que hacerse trampas al solitario, vivir en una realidad paralela y no querer ver la auténtica situación con la que día a día nos estamos chocando

Que quienes tienen mayoría no puedan renovar los órganos constitucionales no es más que un ejemplo de fallo sistémico y que, además, no es solo producto de un sistema constitucional enfermo sino de una errónea comprensión de la esencia misma del problema y de las formas de solucionarlo desde la legitimidad democrática. Con miedo nada se resuelve.

Que deban ser reformados determinados delitos para impedir que desde determinadas atalayas del poder se apliquen interpretaciones antidemocráticas de las normas no es más que otro ejemplo de un fallo, claramente sistémico, que surge a partir de un modelo constitucional ideado y presentado como modélico, pero que termina siendo incapaz de hacer frente a sus propias disfunciones. Con miedo nada se resuelve.

Que quienes democrática y reiteradamente vienen expresando su deseo de ejercitar su derecho a decidir sobre su propio futuro terminen siendo criminalizados no es más que otro fallo, igualmente sistémico, que hunde sus raíces, de una parte, en un modelo constitucional insensible a la pluralidad nacional existente en la actual configuración del Estado y, de otra, en una apropiación de la “constitucionalidad” por parte de quienes no tienen una mínima sensibilidad democrática que haga viable encontrar una solución política a un problema claramente político. Con miedo nada se resuelve.

Seguir celebrando la proclamación de una determinada Constitución sin ser capaces de hacer un mínimo análisis sobre su viabilidad actual, como marco convivencial, no es más que hacerse trampas al solitario, vivir en una realidad paralela y no querer ver la auténtica situación con la que día a día nos estamos chocando. Con miedo nada se resuelve.

Pensar que la solución al problema que vive España pasa por reformas cosméticas es tanto como no comprender la intensidad y gravedad del problema o, peor aún, sabiéndolo, no atreverse a dar los pasos necesarios para encontrar una solución radical, es decir, aquella que pase por ir a la raíz del problema y no quedarse en la superficialidad de los síntomas de un fallo que es sistémico. Con miedo nada se resuelve.

Vivir en constantes crisis constitucionales debería ser algo que nos llevase a pensar si el problema real es, por ejemplo, la renovación del Consejo General del Poder Judicial, la renovación del Tribunal Constitucional, la reforma de determinados delitos, los supuestos “desafíos independentistas”, el auge de la extrema derecha, el secuestro de las instituciones por parte de la derecha o si, por el contrario, el problema es mucho más profundo… sistémico. Con miedo nada se resuelve.

Seguramente, desde una perspectiva intelectualmente honesta y desapasionada (es decir, ni partidista ni nacionalista), se podría analizar la intensidad, profundidad y gravedad del problema y se llegaría a la conclusión de que todo parte del agotamiento de un modelo constitucional que fue fruto del pacto, de un pacto muy concreto, pero que se ha terminado convirtiendo en un rígido y antidemocrático corsé y en un auténtico inconveniente para superar la concatenación de “crisis constitucionales” que vive España desde hace ya demasiado tiempo. Con miedo nada se resuelve.

Afrontar la realidad, asumirla y buscar soluciones radicales, es decir, que ataquen a la raíz misma del problema, no es tarea sencilla y, sin duda, no es tarea apta para políticos, sí para estadistas que estén más dispuestos a pensar en las próximas generaciones en lugar de limitarse a pensar en las próximas elecciones… pero el problema es doble porque, de una parte, no se cuenta con estadistas y, de otra, con miedo nada se resuelve.