En 2009, el periodista Andrew Ross Sorkin escribió un libro titulado Too Big to Fail que fue un éxito de ventas, igual que la TV movie del mismo título. Narra la crisis financiera de 2008 centrándose en las acciones de los poderes políticos y financieros americanos para impedir que la quiebra de varios bancos derrumbase definitivamente un sistema capaz de arrastrar a la economía global. El problema se resolvió a base de concentrar el capital en pocas instituciones, pero lo suficientemente grandes para que el edificio quedara apuntalado, asegurando la continuidad del sistema bajo el dogma asumido que no podían caer porque a continuación caería todo. La conclusión es que existen organismos, instituciones, y empresas tan intrínsecas al sistema que, aunque se demuestre su obsolescencia, su corrupto funcionamiento y el escaso beneficio que generan al bien común, estamos condenados a convivir con ellas y soportarlas porque cualquier alternativa sería peor.

Esto ha ocurrido con los poderes financieros, pero más cerca tenemos ejemplos de instituciones políticas, judiciales, religiosas, deportivas que cuando entran en crisis fruto de su funcionamiento perverso todos los esfuerzos se centran no en liquidar la organización, sino más bien lo contrario: a salvarla a toda costa como si el problema fuera de personas equivocadas y no de la perversidad del propio sistema.

Un ejemplo paradigmático son las monarquías, la inglesa, por supuesto, y en particular la monarquía borbónica española. Aquí, una vez ha trascendido el uso de la Corona para tantas y tantas delincuencias y barrabasadas, se ha optado por cambiar solo el titular, como si el problema no hubiera sido la impunidad con la que el monarca puede hacer y deshacer en connivencia con los cortesanos que se aprovechan. Podría optarse también por reformar la institución, establecer un funcionamiento razonable, fiscalizar su actividad e incluso establecer los criterios democráticos de acceso a la Corona, lo que es imposible porque en tal caso dejaría de ser monarquía. Por otra parte, incluso republicanos declarados han argumentado con la máxima convicción que abrir el melón de la República resultaría mucho más peligroso para todos que dejar las cosas como están, seguramente porque el núcleo de apoyo al sistema, incluido el ejército, lo impediría. Dicho de otro modo, hay que mantener la monarquía para evitar males mayores porque su poder es demasiado grande para que caiga

Los casos de pederastia en la iglesia se han convertido en un fenómeno universal. Estados Unidos, Australia, Irlanda, Bélgica y Alemania han registrado miles de casos. Significativamente, Italia y España, los países de mayor tradición católica, han sido más cautos en las investigaciones. Es una obviedad que el problema no son las personas, sino las normas de funcionamiento de la institución, el celibato, las escuelas segregadas, la discriminación de las mujeres y de los menores, las instituciones cerradas y la jerarquía vertical, todo lo que propicia el abuso de poder y el secretismo, que no tienen absolutamente nada que ver con el mensaje evangélico. En vez de cambiar esto se proclama un arrepentimiento y se pide perdón no tanto por reparar el daño, sino para proteger la institución y asegurar su continuidad, porque también es obvio que cualquier cambio de paradigma en dirección a la racionalidad llevaría inexorablemente a una progresiva disolución. La Iglesia también es demasiado grande para caer.

Hay indicios suficientes como para plantear una reforma global del sistema judicial español, es decir una revolución que nadie se atreve a insinuar por los riesgos que comportaría; si ni siquiera se releva a los miembros del Consejo General con el mandato caducado

Un juez ha decidido admitir a trámite la querella del expresidente del Barça Sandro Rosell contra los policías que participaron en la denominada Operación Catalunya, que tenía por objeto utilizar el aparato del Estado para desacreditar a dirigentes supuestamente independentistas. Sin embargo, en la querella no aparece el entonces ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, ni tampoco la magistrada Carmen Lamela, que fue promocionada al Tribunal Supremo después de haber mantenido a Rosell encarcelado durante casi dos años por acusaciones que se demostraron falsas. La fiscalía anticorrupción sí acusa al ministro Fernández Díaz y pide para él 15 años de cárcel por su presunta implicación en la denominada Operación Kitchen, el complot organizado para espiar al extesorero del Partido Popular y destruir cualquier documentación que pusiera al descubierto la corrupción del partido que lideraba Mariano Rajoy, entonces presidente del Gobierno. El propio Rajoy, que le pidió a Bárcenas lo de “Luis, sé fuerte”, ahora también, por si acaso, ha tenido el detalle de llamar a su fidelísimo discípulo Fernández Díaz para darle ánimos.

Ambos asuntos tienen en común la intervención del comisario José Manuel Villarejo, quien según consta en los audios publicados, ejercía como el repartidor de juego entre policías, altos cargos del Gobierno, empresas y bancos e incluso jueces. Todo lo que ha explicado Villarejo tiene como objetivo amenazar la continuidad del sistema, una estrategia de defensa desesperada para avisar de que si se cae él, caerán todos. Y eso porque, tal y como explica el excomisario, sus intervenciones ilegales no se habrían podido llevar a cabo sin la connivencia de los poderes del Estado. Villarejo ha llegado a decir que la magistrada Lamela actuó como actuó en el caso de Sandro Rosell a cambio de un ascenso al Tribunal Supremo, que efectivamente se produjo. Si esto fuera verdad, equivaldría a decir que el poder judicial estaba al corriente. Todo ello son indicios suficientes como para plantear una reforma global del sistema judicial español, es decir, una revolución que nadie se atreve a insinuar por los riesgos que comportaría. Significativamente, ni siquiera se relevan a los miembros del Consejo General con el mandato caducado. Será por eso que en la democracia española, plena y consolidada, con el Gobierno más progresista de la historia, se ha instalado en la opinión pública —y muy especialmente en la publicada— un clima de resignación, como aceptando que la caída de los dioses nos llevaría al fin del mundo.