El drama de Catalunya en estos momentos no es que España quiera borrarla del mapa. Esto ocurre desde hace más de trescientos años y, por tanto, no es ninguna novedad. Está muy bien, pues, quejarse y lamentar lo malvados que son los gobernantes españoles —unánimemente preocupados por la sacrosanta unidad de la patria independientemente de las siglas a las que pertenezcan— porque quieren aniquilar a los catalanes, pero de nada sirve si las palabras no van acompañadas de acciones. El problema real de Catalunya, el de fondo, es que hoy por hoy no tiene líderes políticos ni partidos capaces de canalizar la indignación de sus ciudadanos hacia España y darle salida en forma de apuesta decidida hacia la independencia. Y esto es así porque todos ellos dimitieron de sus responsabilidades en octubre del 2017.

No tiene razón Artur Mas cuando dice que “es una posibilidad que en las próximas elecciones sea la primera vez en la que sean los catalanes los primeros que abandonen la idea del independentismo”. No tiene razón y lo sabe. Pero como es un político muy hábil se ha apresurado a ponerse la venda antes de la herida, ante la opción que cada vez toma más cuerpo de una abstención masiva del electorado independentista en las próximas elecciones al Parlament, y lo ha hecho en una doble dirección, con el objetivo de trasladar la carga de la prueba de los dirigentes políticos a los votantes. Por un lado, niega la mayor, que los partidos actuales, ERC, JxCat y la CUP, hayan abandonado el independentismo, atribuyendo a los electores la retirada del apoyo como una decisión desvinculada de la actuación de estas fuerzas políticas. Por otro, agita el fantasma del miedo para responsabilizar al votante independentista de que en la próxima legislatura no haya por primera vez una mayoría soberanista y hacerle culpable de las consecuencias que puedan derivarse. Es una argumentación muy perversa, pero es el mecanismo que han activado unos partidos que se las ven venir no en las elecciones catalanas, previstas para principios del 2025 si Pere Aragonès puede agotar el mandato, sino antes en las municipales del 28 de mayo, en las españolas de finales también de este 2023 y en las europeas del 2024.

El independentismo no tiene ningún partido que le represente ni ningún líder que sea capaz de traducir el anhelo de independencia de una parte muy sustancial de la sociedad catalana en acción política

Que una mayoría del electorado independentista se quede en casa en las próximas citas con las urnas no significará, en consecuencia, que de repente, tras reivindicar la independencia de forma sostenida como mínimo desde el 2010, haya dejado de creer en ella como única solución para evitar que España borre efectivamente Catalunya del mapa. Lo único que querrá decir es que ha dejado de confiar en unos partidos que hasta ahora le han enredado, cuando no traicionado, porque ellos sí han renegado de la independencia, y que el argumento bien de la lagrimita bien del miedo, o ambos a la vez, ya no sirven para engañarlo una vez más. Y es que tal y como están las cosas actualmente, el independentismo no tiene ningún partido que le represente ni ningún líder que sea capaz de traducir el anhelo de independencia de una parte muy sustancial de la sociedad catalana en acción política. Todos ellos renunciaron al día siguiente de la ficticia declaración de independencia del 27 de octubre de 2017 en el Parlament, si es que algunos no lo habían hecho el mismo día 1. A pesar de todo, la masa crítica del independentismo continúa existiendo. Desmovilizada por los partidos y cansada de estos partidos, pero a la espera de que un nuevo partido, o partidos, y un nuevo líder, o líderes, que ahora no se sabe dónde están ni si están, cojan las riendas y pongan en serio rumbo a la independencia.

Mientras tanto, y por mucho que el 129º president de la Generalitat intente darle dialécticamente la vuelta, la responsabilidad de lo que ocurra será exclusivamente de las formaciones políticas catalanas y de sus dirigentes, que no han cumplido el compromiso de conducir al país hasta la independencia y han preferido seguir viviendo a la sombra del autonomismo español. De modo que en este escenario lo lógico es que el elector independentista se abstenga en tantas elecciones como sea necesario mientras esto no cambie. Lo que no ha sido muy normal es que hasta ahora haya ido votando unas siglas determinadas como mal menor, con el chantaje de que si no lo hacía mandarían a los partidos españolistas y unionistas. Pero ha llegado un momento en que el crédito se ha terminado, y a partir de ahora cada uno tendrá que actuar en consecuencia, porque, tal y como proclamó muy acertadamente Lluís Llach, “lo que es una vergüenza es tener un gobierno autonomista votado por independentistas”.

No basta con definirse como independentistas, como lo siguen haciendo ERC, JxCat y la CUP, hay que ser coherentes a la hora de traducir las palabras en hechos, que es justamente lo que no hace ninguno de los tres desde que pronto se cumplirán seis años que arriaron velas. Con todo esto no es extraño que sobre todo ERC y JxCat —la CUP hace tiempo que no se sabe exactamente a qué juega— teman que una acción coordinada del movimiento independentista para prescindir de ellos en el nuevo ciclo electoral, un boicot en forma de abstención, de voto nulo o de lo que sea, pueda dejarlos fuera de combate y en situación bastante precaria si resulta que deben pasarse mucho tiempo a la intemperie sin el comedero del poder. Y así se entienden mejor según qué posiciones y se comprende que los nervios empiecen a aflorar a medida que se avecina el primer test, el de las elecciones municipales. Las recientes declaraciones de la secretaria general de ERC, Marta Rovira, deslegitimando el referéndum del 1 de octubre del 2017 no pueden ser más elocuentes de hasta qué punto los partidos catalanes han estafado al votante independentista.

Artur Mas ha sostenido siempre que la independencia no se hará sin los partidos. Aquí sí que tiene razón. Pero él, que aparte de hábil es también un político listo, sabe perfectamente que, diga lo que diga, con los partidos actuales no se puede ir a ninguna parte, que se necesitan partidos nuevos y que se necesitan también nuevos líderes que tengan el carisma suficiente para ponerse al frente del movimiento y, a diferencia de lo que no hicieron los dirigentes que había en octubre del 2017, conducirlo a buen puerto. De momento, sin embargo, parece que tocará esperar.