Cuando el amigo Arcadi Espada afirmó socarrón que al independentismo "solo le quedaba Messi", como es habitual en él, sostenía una verdad candente que, no obstante y aunque le pese, llevada al límite vuelve como un boomerang contra la mayoría de sus tesis políticas. Como tuiteó con acierto el amigo exiliado Edgar Illas en el mismo día de duelo en que el astro argentino se alejaba del Barça, Messi ha sido, en idiolecto hegeliano, la encarnación —o incluso podríamos decir la obra de arte— más paradigmática que dio un club que apostaba sin complejas por Barcelona como una ciudad global, metrópolis próspera de un estado independiente. Que el apogeo del juego del Barça, Messi y el primer Laporta coincidieran con el auge del independentismo, y que el mismo presidente del Barça rompiera toda la sacrosanta tradición del catalanismo con una filosofía del ganar como cosa normal, no tiene nada de casualidad. Que Messi haya simpatizado o no con el movimiento en cuestión tanto le da: era su marca, el paradigma según el cual todo lo que nunca te has atrevido a pensar no solo puede hacerse, sino que debe formar parte de la consuetud.

Tampoco es fruto de un juego de dados que, en un presente donde el colauismo ha consolidado el rol de una ciudad acomplejada que presume de ser pobre y hace de los desahuciados sus héroes, una figura titánica de máxima potencialidad libertaria no tenga ningún tipo de cabida. Recuerda también Hegel que los procesos históricos solo son comprensibles en su ocaso y es de una lógica incluso bella que el astro argentino se largue de una ciudad y de un país con una clase política rendida y que vuelve a normalizar el ir tirando del autonomismo como la pauta existencial más sensata. Es una gran justicia poética, a su vez, que Messi no encaje en la liga española debido a un límite de masa salarial, un tope absurdo de control de los sueldos de los jugadores (a saber, el centro moral y físico del espectáculo futbolístico) que surge de una política comunista ahora aplicada por un burócrata falangista, lo cual también tiene todo el sentido del mundo, ya que los totalitarismos reniegan el uno del otro, pero de noche fornican con gran entusiasmo. Sirva la lección para los ignorantes que todavía predican el control económico del alquiler o de la alimentación.

Messi ha sido la encarnación —o incluso podríamos decir la obra de arte— más paradigmática que dio un club que apostaba sin complejas por Barcelona como una ciudad global, metrópolis próspera de un estado independiente. 

Hoy por hoy, la única gracia de todo es ver qué hará el punto de continuidad que resta de la energía creada por Guardiola y rematada por Messi. Me refiero, naturalmente, a mi querido Joan Laporta. El presidente del Barça fue muy listo leyendo el Zeitgeist de los catalanes y de los culés en una campaña electoral marcadamente procesista en que el independentismo de su protagonista no afloró en ningún momento, con una retórica bien próxima al junquerismo ("Amamos al Barça") y un eslogan directamente cuixartista: "Lo volveremos a hacer". El único problema actual del Barça no es que ya no tenga el mejor jugador del mundo en su equipo (de nada te sirve tener al mismo Mozart en el podio si la orquesta desafina); la clave es saber si Laporta podrá conseguir crear el mismo nivel de ambición futbolística que derivó en el tándem Guardiola-Messi en un entorno mucho más difícil que cuando accedió a la presidencia por primera vez. Y es más difícil, insisto, porque los genios necesitan un sustrato que los acoja y naturalice la excelencia, aunque sea para escarnecerlos, como este país hizo con Dalí o mi adorado Pujols.

La gracia genial que tuvo el primer Laporta fue la de hacer realidad un eslogan, "més que un club", que la mayoría de mis consocias entendían de una forma meramente nostálgica. El Barça explicaba el combate nacional, era el refugio donde uno podía fingir que no vivía en un país ocupado o bajo la dictadura y, finalmente, era un club de fútbol que nunca acababa de ganar, lo cual siempre ha complacido a la tribu. Laporta cambió el lema, insisto, para enseñarnos que sólo se puede ser "más" desde el poder y desde la victoria. Si continúa firme a su ideario, Jan será igual de peligroso en la actualidad que para los comodones del autonomismo que tuvieron que tragarse su credo. Como encarnación de una energía, el futuro de Laporta y todo lo que haga de ahora en adelante como presidente tiene mucha más trascendencia que cualquier trapicheo que se les ocurra a Aragonès y a todo su grupo de funcionarios estériles. Si Laporta sobrevive fiel a él mismo, Messi resucitará en alguien más, no tengáis ninguna duda, y el Barça volverá a ser un artefacto peligroso y un club a temer por el establishment y los otros rivales.

Porque no eres nadie, nos lo enseñó papi Hobbes, si no provocas miedo. Y ahora, en general, este menys que un club hace años que solo provoca compasión y risa. Como Catalunya.