Prácticamente todas las portadas de Sant Jordi han sido gloriosas y unánimes declarando sin ambages que el mejor Sant Jordi ha sido este del 2023. El tiempo no ha jugado una mala pasada y las ventas de libros y rosas y la gente en la calle han sido al por mayor. Ciertamente, la fiesta es preciosa —para mí lo es siempre, se la califique de más o menos exitosa—, pero no sé si la ponderación que se está haciendo del día es correcta. En todo caso, es la adecuada, pero no es neutra.

Y no lo digo porque las aglomeraciones, especialmente las del metro, me hayan parecido peligrosas, sino porque ha habido un afán plenamente buscado y sobrealimentado de hablar de normalidad, de recuperación de la fiesta y de oda de como esta manifestación cultural nos une. Hasta el punto de que, a diestro y siniestro, se ha recomendado que tendría que ser universal o, cuando menos, exportarse a tantos lugares como se pueda.

No seré yo quien vaya en contra de Sant Jordi, la fiesta de las rosas y los libros, y no seré yo quien no quiera que sea universal —sin embargo, en todo caso, no nos entenderíamos en estos términos—; pero he visto demasiada alabanza sobrevenida, mucha falsedad y muchos mensajes —de subliminales a directos, pasando por todos los estadios de la veladura— de que el arrebato ha pasado. Que se ha cerrado un periodo, y no me refiero al de la covid, sino al del conflicto con España.

El discurso oficial es que estamos en una nueva etapa: la de ser los catalanes y catalanas que acepta la españolidad

Lo peor de todo es que este mensaje no ha venido solo de todos las y los políticos españoles que han sumado a su fiesta electoral la de Sant Jordi, sino de los políticos y políticas catalanas que se han subido al carro desde, o a pesar de, sus raíces oficialmente independentistas.

La única nota discordante, la del Barça y su pancarta por la lengua —GRACIAS—, porque el discurso oficial es que estamos en una nueva etapa: la de ser los catalanes y catalanas que acepta la españolidad. Los catalanes que no molestan y que tienen ideas que lucen de puertas afuera. ¡Hay una voluntad terca de imponer este relato, a la vez que no se disimula la penitencia que supone ir contra naturaleza!

Es decir, ocupar la calle como por Sant Jordi, de acuerdo; pero ocuparla para reclamar nuestros derechos, ¡ni hablar! Pues permitidme que os diga que no podría decidir qué manifestación ciudadana es más bonita y/o mejor: si reclamar derechos y democracia y luchar, pacíficamente, por conseguirlos, o pasear entre libros y rosas. ¡No es que tengamos que escoger! Pero sí que sé que sin las primeras —las discutidas, las negadas, las perseguidas—, pronto, más pronto que tarde, el 23 de abril será San Jorge y libros en catalán no habrá para comprar; si es que queda alguien que lo sepa leer.