Me siento catalana y no lo puedo evitar. Nada más levantarme, ya tengo ganas de comerme un plato de alubias con butifarra y alioli y bailar sardanas; y no puedo dormirme sin haber cantado el virolai «Rosa d'abril» cuatro veces. Hay gente que cree que me siento catalana expresamente, para molestarlos; pero os prometo que lo hago sin querer, me sale así de natural. Supongo que de pequeña me hicieron comer demasiado pan con tomate y escudella i carn d’olla y ya no hay vuelta atrás posible, mi cuerpo supura catalanidad por todas partes. De verdad que he intentado no sentirme catalana, pero, cada vez que lo intento, tengo más ganas de comer alioli y comprarme un fiscorno o una tenora para entrar a formar parte de una cobla. La última vez que lo intenté, acabé siendo la enxaneta de un castillo de 3 de 10 con folre y manilles (y tengo acrofobia). Desde ese día, vivo con el miedo de convertirme en un calçot si hago un esfuerzo más por no sentirme catalana. Por eso, he decidido no esforzarme más y aceptarme tal y como soy. Y a quien no le guste mi catalanidad, que no me mire ni me escuche.

Sentirse catalana no es fácil, todo el día tienes ganas de combinar pronombres débiles (aunque no vengan al caso), hacer cagar el tió y organizar manifestaciones por la independencia. Y el día no da para tanto, tienes otras obligaciones mucho más importantes, como por ejemplo: quejarte por todo y no buscar soluciones. En las redes sociales tampoco te lo ponen fácil, siempre hay gente defendiendo la lengua catalana y colgando fotos de lugares emblemáticos de Cataluña. Así, no se puede vivir, es imposible no sentirse catalana. La gente es muy cruel, no sé por qué tienen que utilizar el catalán en las redes y hacerte sentir orgullosa de ser catalana. Si tanto les gusta ser catalanes y escribir en catalán, que lo hagan en privado, no hace falta que lo vayan proclamando a los cuatro vientos. Hay personas que lo pasan muy mal sintiéndose catalanas, pongámoselo fácil, seamos un poco empáticos.

Vivo con el miedo de convertirme en un calçot si hago un esfuerzo más por no sentirme catalana

El peor día de mi vida fue un jueves a las cinco y veinticinco de la tarde. Lo recuerdo perfectamente. Estaba pasando unos días en Edimburgo y me encontré un grupo de catalanes hablando descaradamente en catalán en plena calle. Fue terrorífico oírles hablar de esa manera, sin complejos, sin importarles que pudieran oírles. Pero lo peor vino después, cuando se dieron cuenta de que llevaba unos calcetines con la bandera catalana y entendieron que era uno de ellos. Corrieron hacia mí, me abrazaron todos y empezaron a cantar el himno nacional de Cataluña: «Els segadors». Los pobres escoceses (suficientes problemas tienen ya con su identidad) que había alrededor no entendían nada, sobre todo cuando empezamos a untar rebanadas de pan con tomate y las repartimos a todo el mundo. Cuatro días después, me desperté con unas alpargatas en los pies, unos mitones en las manos, una gandaya en la cabeza y un porrón de vino en la mesita de noche. Hubo un antes y un después de ese día (de hecho, siempre hay un antes y un después de cualquier día, pero esto es otro tema), no volví a hablar catalán con acento de Girona nunca más y tiré todas las prendas que tenía con la bandera catalana bordada.

Pero ahora ya es demasiado tarde para frenar la catalanidad en el mundo. Por culpa de las redes sociales, todo el mundo sabe que Cataluña existe, que más de diez millones de personas hablan catalán y que la palabra catalana más bonita es xiuxiueig. Es imposible parar este tsunami. Lo único que podemos hacer es intentar sentirnos poco catalanes y tocar madera para que el resto del mundo no acabe sintiéndose también catalán.