El consenso está sobrevalorado. No tenemos que entendernos en todo, ni coincidir, ni convencer siempre al otro. Opinar diferente y no cambiar de opinión tampoco está nada mal. De hecho, si no fuera así, entonces quizás no existiría la coherencia —como concepto— que probablemente sea más importante que el acuerdo en sí. Es interesante que nos puedan hacer cambiar de opinión de vez en cuando, claro está —un poco de tolerancia siempre nos hace bien—, pero sin tumbar la esencia que sostiene nuestro esqueleto vital. Nos lo decía Joan Fuster: "Reivindicad siempre el derecho de cambiar de opinión: es lo primero que os negarán vuestros enemigos". Cierto. Ahora bien, mantenerse en congruencia con una misma acaba siendo aquello que nos mantiene flotando cuando viene temporal. Una boya, más que un faro. Firme y flexible al mismo tiempo.

El orden también está sobrevalorado. El desorden no está muy bien visto. Se asocia a imperfección —como si la perfección existiera— y al hecho de no saber ir por la vida cuando, la verdad sea dicha, de los momentos menos planificados salen, a menudo, los instantes más mágicos. Perduran en el corazón los recuerdos más inesperados, aquellos en los que nos dejamos sorprender por la vida. Caminar con un cierto rumbo pero sin tener del todo clara la dirección ni la ruta que se cogerá y, sobre todo, sin tener prisa. Ser un poco desorganizado, a veces, ayuda a generar bonitas situaciones imprevistas y a no sufrir tanto. Si antes decíamos ser boya, ahora decimos también que ser veleta es bueno. Una veleta que sabe moverse con el viento que sopla, sin oponerse, acompañándolo.

Me gusta el verano porque cada decisión tomada es un elogio a la lentitud y a la libertad, palabras valientes que durante todo el año plantan cara a la prisa y al orden

Adoro la confusión del verano: comer cuando tienes hambre, dormir cuando tienes sueño. Darte un baño y hundir la cabeza sin medida y que la sal se quede a vivir en tu piel. No planificar demasiado y hacer las cosas a destiempo, como si ir a hora sirviera de mucho, a no ser que seas un reloj, y aun así no del todo. No saber en qué día te encuentras y que el tiempo cunda más que cuando estás pendiente de los minutos y su puntualidad. Reír hasta tener agujetas. Ser misteriosamente feliz, como decía el poeta, desconectados de un ritmo de vida que se nos impone y que nosotros obedecemos a pies juntillas sin mucha oposición. Porque nos dicen que tiene que ser así, por costumbre. Por una cuestión de orden y de consenso como sociedad: esos dos conceptos que están sobrevalorados.

Me gusta el verano porque mantiene el equilibrio dentro del caos, como cuando en casa encuentras lo que buscas aunque no esté en el lugar que supuestamente le corresponde. Me gusta porque despierta nuestro lado más salvaje, aquel que convendría que, cuando pasa el calor, no se volviera a dormir. Me gusta el verano porque cada decisión tomada es un elogio a la lentitud y a la libertad, palabras valientes que durante todo el año plantan cara a la prisa y al orden. Me gusta el verano porque nos quiere tal como somos, sin juzgar, y si tiene que dar una tormenta, la da. Me gusta el verano porque de la soledad y el silencio hace virtudes compatibles con la locura y el ruído de vivir con intensidad el día a día. Me gusta el verano porque con los besos de más que me da me hago una despensa de luz para pasar el invierno.