La literatura puede llegar a servir, remotamente, como una especie de forma de algo aproximado al engaño, de subterfugio que intente aportar dignidad ciudadana a la política cuando la indignidad ya lo ha carcomido todo y no hay manera de respetar ni a la autoridad civil —la militar va aparte porque va a hostias— ni a esta España que se hunde en las arenas movedizas del propio vómito. Vivimos hoy los últimos días de Pompeya. Así como el general De Gaulle nombró ministro de Cultura al gran escritor —e ilustre cocainómano— André Malraux, así como Felipe González nombró a Jorge Semprún para las cosas estas culturales, Pedro Sánchez ha tirado de una cara conocida de la tele, igual que hizo Su Majestad el Rey para casarse. Es lo más natural, tíos, que la tele es la tele, y el nuevo presidente de España ha hecho ministro a un presentador de televisión que escribe libros, Màxim Huerta, que no llega a ser Andreu Buenafuente, ni televisivamente ni literariamente, de acuerdo, pero que esperabais? A Javier Cercas? A Pilar Rahola? Los libros, para la mayoría son todos iguales, son un mismo misterio que nunca será desvelado porque nunca serán abiertos ni leídos. Y la literatura no es como la ciencia tranquilizadora de los astronautas, en el campo literario todo es muy discutible y a saber cuáles son los buenos autores y cuáles son los malos. El tiempo lo dirá y nosotros no estaremos ya para verlo. Después de que Elvira Lindo, señora del gran escritor y exministrable Antonio Muñoz Molina, le dijo a Sánchez que nones, que en su casa trabajan para la pluma, que si te hacen ministro ya no podrás escribir ni una tuitercito. A quién queríais, ¿a Cervantes?

Pues sí, efectivamente, los de Sociedad Civil Catalana querían a Cervantes y por eso se organizaron ayer un supuesto homenaje al gran escritor español en el Aula Magna de la Universidad de Barcelona. Cervantes, con un par. La literatura no les importa lo más mínimo a los políticos ultraderechistas, ya se sabe lo que hacen siempre los fachas con la cultura, y por eso quisieron contar con Ricardo García Cárcel, fíjense bien en cómo se llama, que su nombre sabe a turrón y no lo encontrarán en ninguna buena bibliografía cervantina, como a mi maestro Martín de Riquer o a Francisco Rico, que aunque es más españolista que una corrida de toros es un sabio imprevisible, irreverente, y tiene —o tenía— como alarma del móvil la sintonía de la Internacional. No se podía correr el riesgo de que apareciera, de repente, la musiquilla, no me fastidies. El Quijote para muchas hispanopersonas, no es una de las mejores obras de la literatura de todos los tiempos, es sobre todo la Biblia nacional de España, una Biblia que el españolismo nunca ha leído y nunca ha querido entender porque, de hecho, es una fenomenal patada en la entrepierna de la España retrógrada. Cervantes escribe el Quijote y hace catalanismo —lean Cervantes en Barcelona de Riquer si quieren aprender algo— pero, sobre todo, escribe la novela para meterse con los militares españoles, con la caballería anacrónica, el oscurantismo y con el maligno totalitarismo que tiene secuestrada a España desde tiempo inmemorial. Cervantes escupe en el rostro de la monarquía mezquina que vive de rentas, de los capitanes que viven del saqueo y de la represión, de las doncellas y los caballos que sólo son de cartón-piedra, de los ideales que son tan proclamados como falsos. Cervantes ridiculiza la España que destruye todo lo que ignora, que adora la fuerza militarista y la mística manipuladora de la religión.

Aquí el único intelectual que hace política, perdonen que se lo diga, se llama Quim Torra, el excelente escritor y editor cultural. Pero tampoco lo podían nombrar ministro de Cultura porque no sólo es de otro país. También me parece que tiene otras cosas que hacer.