La Vanguardia y otros diarios publicaron ayer una fotografía de Inés Arrimadas con un vestido negro de Mata-Hari que daría para unos cuantos artículos de antropología y de psicoanálisis. Dice que la dirigente de Ciutadans se ha hecho una sesión de fotografías para la revista Telva en las dependencias del Parlamento disfrazada de gran dama. Tengo curiosidad para ver la cual más será capaz de hacer el Ibex-35 con la imagen de la dirigente de Ciutadans, si las instituciones autonómicas continúan paralizadas.

Cuando Albert Rivera nos enseñaba el culo, el discurso políticamente correcto tenía fuerza y no podíamos ver con claridad hasta qué punto las relaciones de poder perderían el barniz de civilización. Últimamente, la vulgaridad de la política nos recuerda cada día más la relación que hay entre el cinismo y la cultura del porntube. Cuando la fuerza no se vehicula a través de un imaginario inteligente y genuino, se acaba convirtiendo en la parodia de la deformidad que el abuso de la comedia imprime en el alma.

Hace unas décadas, en vez de disfrazar Arrimadas con vestido de noche, España se nos habría presentado en el Parlamento como una caricatura de Vladímir Putin. La historia de nuestros edificios oficiales está llena de fachendas adornadas de plumas y chatarra. Hasta al inicio de la Transición, los representantes del Estado eran hombres de una virilidad de cartón piedra, que marcaban sus cojones como si fuesen un torero. Los últimos años, la propaganda española ha hecho recaer su idea de coraje en las señoras porque, en Occidente, los valores masculinos se identifican con actitudes autoritarias.

Si el independentismo oficial está atascado en el pensamiento débil de la primera globalización, el unionismo parece que vaya todavía con el manual que el pujolismo utilizaba en los años ochenta. Mientras que el procesismo trata de explotar los complejos españoles con una idea infantil de la democracia, el unionismo intenta sacar rendimiento de una idea de catalán que parece salida de un chiste de Joan Capri. A medida que el tiempo pasa, cada bando se parece más a sus prejuicios sobre el adversario que no a los ideales que pretende defender.

Tiene gracia que tantos políticos y tantos columnistas que habían querido dar lecciones de honestidad a Jordi Pujol hayan acabado cayendo más bajo que el patriarca del autonomismo, que como mínimo sabía qué hacía y defendía alguna cosa. Me parece que a la larga aprenderemos que hay formas de negación y de autoengaño originadas por el miedo y la vanidad que dan resultados más monstruosos y terribles que los conflictos que trataban de evitar.