Ahora comienza el curso de verdad. No es que durante el verano no haya habido noticias. Al contrario. Se está acabando con el culebrón de Luis Rubiales, que con cada capítulo se ve más claro hasta qué punto vivimos en un ambiente pobre éticamente y eunuco intelectualmente. La España de Luis Rubiales es la España de Vox, de los machirulos que, en las playas de moda de Formentera o de la Costa Dorada, reclaman “*picos” a las tías jamonas o les tocan el culo descaradamente y sin permiso. De eso, que alguien confunde con la libertad simplemente porque va taja, se pasa en un santiamén al caso de Dani Alves. Un nuevo rico que se creía intocable, como tantos hay gracias en el mundo del fútbol o de las redes sociales, a quienes los millones de “me gusta” han conseguido hacer creer que saben algo y se han enriquecido sin dejar de ser ignorantes.

Alves se ha pasado el verano en can Brians 2 porque lo que presuntamente hizo (lo escribo a la manera políticamente correcta) traspasó intolerable una línea roja. En las cárceles no están todos los que deberían estar encerrados. Y es que, desengañémonos, el relativismo moral ha infectado esta sociedad hasta unos límites vomitivos. Los que nos negamos a participar en esta fiesta somos una especie extinción, además de sufrir el escarnio de quienes, por dinero o por lograr notoriedad, sería capaz de robarle la paga a su abuela. En fin, se acabará el verano y Rubiales seguirá en su puesto, como el impresentable de Joan Soteras, el cabecilla de la Federación Catalana de Fútbol. Quien haya acompañado a sus hijos por todos los campos de fútbol imaginables de Cataluña, sabe perfectamente que agarrarse el paquete para animar a sus hijos es la acción, simbólica y verbal, menos agresiva de lo mucho que se ve y oye en un partido de categoría infantil o juvenil. Además, parece que las groserías son más groserías si se lanzan en castellano. Se vulgariza el sexo y se cosifica el amor, en este caso el mostrado a los hijos.

Una encuesta del CIS asegura que el 41,4 % de los españoles piensa que las parejas pueden acordar tener relaciones sexuales con otras personas sin tener ninguna conexión sentimental, mientras que el 47,4 % opina que se pueden tener dos o más relaciones afectivo-sexuales. Lo formulan así para evitar la palabra “romántica”, que es el sentimiento que está detrás del afecto por alguien, a pesar de que los diccionarios lo definan, mira tú por dónde, como el amor no sexual por una persona. Las estadísticas lo soportan todo. La infidelidad es más vieja que matusalén. Mis bisabuelos, crecidos en el siglo XIX, ya la practicaban. La poligamia tampoco es ninguna novedad. Es un tipo de relación amorosa y sexual entre más de dos personas, por un periodo significativo de tiempo o para siempre. Y remarco esto último, “para siempre” porque en las culturas que practican la poligamia, normalmente masculina y nada igualitaria, la relación entre el varón y sus mujeres es perpetua. Este es el modelo, sin ir más lejos, de Arabia Saudí, país que eligieron los señores Luis Rubiales y Gerard Piqué para celebrar la final de la Supercopa de España. Hace tres años que esta final se juega en este rico reino islámico, donde la poliandria (o sea que una mujer esté con más de un varón), no es que esté prohibida, es que lleva directamente a la horca a la mujer que ose practicarla. Muchas de las reacciones que he podido leer sobre el famoso “pico” de Rubiales a Jennifer Hermoso son degradantes para ella mientras tratan de exculpar al hombre de una imperdonable falta de respeto. La cultura del Sutton va acompañada de eso, pues relativiza las faltas graves contra las mujeres mientras el alcohol inunda las venas.

Quien haya acompañado a sus hijos por todos los campos de fútbol imaginables de Cataluña, sabe perfectamente que agarrarse el paquete para animar a sus hijos es la acción, simbólica y verbal, menos agresiva de lo mucho que se ve y oye en un partido de categoría infantil o juvenil

La cultura cívica, aquello que los pensadores de antaño exaltaban con la palabra civilidad, anda por los suelos. El compromiso y la honestidad han perdido peso, incluso en los casos que aseguran practicar estas virtudes desde el poliamor. A menudo el trato es desigual y alguno de los participantes pierde. Nada dura por tiempo sin fin, evidentemente. Y todavía menos un matrimonio. Se lo digo yo que me he aparejado y separado unas cuántas veces. No soy un tradicionalista. No me tomen, pues, por un conservador, porque no lo soy en absoluto. Pero no me creo algunas de las teorías que corren por ahí que intentan justificar las “aventuras” sexuales de toda la vida como una manifestación de la “modernidad”. Se lo digo de verdad, poner un nombre bonito y amable a los actos que llevamos tiempo practicando no cambia su naturaleza. En 1884, Friedrich Engels publicó el libro El origen de la familia, la propiedad privada y el estado. Cuando yo era joven, los que jamás leyeron esta obra, que desarrollaba las tesis del antropólogo estadounidense Lewis Henry Morgan, lo tomaban como un alegato en contra de la familia. Tener familia, defenderla, quererla, era cosa de burgueses, afirmaban con la ignorancia de quien no sabe de lo que está hablando. En esta obra, Engels en ningún momento menciona la familia en términos morales o afectivos, sino que el enfoque es simplemente económico y en relación con la organización social. En los orígenes del capitalismo las familias casaban a los herederos, fueran hombre o mujeres, sin tener en cuenta el amor. Era un negocio, como lo son hoy en día los matrimonios acordados de muchas mujeres musulmanas, que no son libres ni en una sociedad laica como es, cuando menos supuestamente, la nuestra. El amor romántico surgió, precisamente, por oposición a esto.

Cada día sale a la luz un caso que demuestra que se están perdiendo las buenas maneras entre personas que viven en sociedad. Y es curioso que esto pase en una época en que todo se sabe al instante. Instagram, nombre de una de las redes sociales más populares, deriva de la combinación de la palabra insta (contracción de instant en inglés, al instante) y del radical gram —derivado del sustantivo griego gramma, que significa dibujo, escrito o letra—. La cultura también da nombre al mundo de hoy, pero no aporta valor. Se afirma que el confinamiento decretado por la expansión del COVID ayudó a salir del armario (no me lo invento, lo he leído en una noticia de RTVE), a muchas parejas, que optaron por practicar el poliamor a todo gas. No lo negaré, porque no lo sé, pero con poliamor o sin él, lo que a menudo veo es la insatisfacción, el individualismo atroz, el narcisismo desbocado de muchas personas que no se sienten responsables de sus actos. Con el prurito de exhibirse, convierten su cuerpo en una mercancía que se puede tocar para saber si es de buena calidad. Viven como si se estuviera acabando el mundo. Igual que en la política, el largo plazo ha dejado de existir.

Por desgracia estamos donde estábamos, pero un poco más infelices, sobre todo cuando nos miramos al espejo y se resquebraja la máscara

Días atrás leí la historia de amor del meteorólogo Eloi Cordomí con su compañero, Xavi. Me sedujo el titular de la noticia porque da en la diana de esta vanidosa inmediatez: “El amor es querer compartir lo más valioso que tienes, el tiempo”. Ofrecer tiempo a las personas que queremos es dificilísimo. Hacerlo en plural solo se aguanta cuando estamos hablando de padres e hijos y viceversa. En la pareja, los “pequeños momentos” lo son todo. Sin este comportamiento minimalista, que personalmente me cuesta creer que puedas ir reproduciéndolo infinitamente con varias parejas al mismo tiempo, lo demás acaba siendo una transacción. Este fin de semana vi la película Double-blind de la artista francesa Sophie Calle y el fotógrafo norteamericano Greg Shephard. Es la historia de ellos dos y del viaje que emprendieron en 1992 desde Nueva York hasta California y durante el cual cada uno debía escribir un diario y llevar una cámara de video. Es la descomposición de una aventura romántica, con el silencio y la incomunicación como protagonistas, aunque la directora lo recubra de verbosidad. Exhibicionismo y esperpento donde incluso la boda en un drive-through wedding chapel de Las Vegas es una pantomima. Casarse sentado dentro de un Cadillac descapotable mientras una mujer oficia la ceremonia desde dentro de una garita que se parece a la de un McDonald’s, no es solo una extravagancia. Es la representación simbólica de la mercantilización del compromiso. A pesar de que estas palabras las pronuncia al principio del filme, Shephard confiesa estar tan deprimido “que no sé lo que quiero”. Dejar de mentir, confiesa al final. Calle, en cambio, solo quería crear, obtener una obra de arte. Mostrarla en público con una cierta satisfacción. La relación entre ellos dos era lo de menos.

No quería llegar tan lejos. El caso Rubiales y algunas cosas que me cuentan mis amigas sobre cómo se relacionan con ellas los hombres, me llevan a pensar que nos falta mucho para llegar a la igualdad real. Rubiales no dimitirá ni será destituido y entretanto, a la promiscuidad, que no seré yo quien condene, solo faltaría, porque la he practicado, le pondremos un nombre bonito para convencernos de que estamos cambiando el mundo. Por desgracia estamos donde estábamos, pero un poco más infelices, sobre todo cuando nos miramos al espejo y se resquebraja la máscara.