La tendencia de cierta parte del independentismo catalán de distanciarse del nacionalismo me resulta preocupante. No tanto por la idea, sino por los equívocos de los que parte.

Parte de la imagen negativa del nacionalismo que blanden los defensores del independentismo como estado, y no tanto como proyecto nacionalista, está vinculada a una idea esencialista de identidad. La identidad iría ligada a la lengua catalana, a los apellidos catalanes, a la tradición histórica y a la preservación de ciertas costumbres y tradiciones consideradas propias "del pueblo catalán". En definitiva, a una serie de características que se consideran la semilla del supremacismo, en tanto que están vinculadas, para decirlo a grandes rasgos, a ciertas tendencias esencializadoras y etnicistas de lo que sería la sociedad catalana.

Sin embargo, es un grave error creer que renunciando a poner la lengua, la sangre o la tradición en el centro de las reivindicaciones independentistas el movimiento está libre del supremacismo. Muy al contrario. La idea de Europa y Occidente, que justificó el establecimiento de regímenes coloniales y la actual división del mundo entre civilización y barbarie, no sólo se ha basado en la blanquitud y el cristianismo, como bien saben las comunidades gitana, musulmana y judía del continente, sino, sobre todo, en la soldadura de estos dos conceptos al monopolio sobre el humanismo y la defensa de los derechos humanos. Valores que, mira por dónde, son de los que hacen bandera este sector del independentismo que se pretende no nacionalista.

Esta conexión con Europa y, sobre todo, con lo que representa Europa, ha sido relevante tanto para la construcción de la identidad catalana como para el movimiento independentista actual. En busca de una diferenciación con Castilla, facilitada por el establecimiento de una sociedad burguesa en sintonía con las sociedades de otras partes del viejo continente, el catalanismo antiguo y actual ha hecho suya la idea propugnada por ciertos sectores europeos de que el estado español es el resultado de un imperio decadente; ahora recluido políticamente y socialmente a los límites de su península, Canarias, Balears, Ceuta y Melilla, donde la frontera con los Pirineos acaba siendo, más que física, civilizacional.

La división entre nacionalismo y patriotismo ha servido a los estados europeos para reprimir los pueblos disidentes dentro y fuera de su territorio

El resultado es de sobras conocido. Los catalanes somos dialogantes, pacíficos y no sólo queremos vencer sino convencer; los españoles son unos bárbaros torpes. Es por eso que, sin ningún tipo de duda, somos nosotros los que tenemos que liderar la reconquista de España por parte de las fuerzas progresistas, ahora tan amenazada por la ultraderecha. Nosotros tenemos leyes muy avanzadas que protegen a las mujeres y las personas LGTBI. Los catalanes queremos acoger refugiados, porque lo que define Catalunya son los valores, la defensa de los derechos humanos y las libertades fundamentales, y acogemos a todo el mundo que se quiera sentir catalán y bla, bla, bla (embolia). Irónicamente, que el independentismo renuncie a la lengua y a otros elementos "identitarios" no lo exime de defender una posición identitaria.

Si Catalunya ha optado por hacerse suyo un discurso social como elemento aglutinador de, sí, lo habéis adivinado, cierto sentimiento nacional, es también por el esfuerzo que el estado español ha puesto en estigmatizar las lenguas y culturas de las naciones subalternas de la península. Las ha considerado retrasadas, aislacionistas, excluyentes, reaccionarias. Nacionalistas, vaya. Como todo el mundo sabe, la lengua castellana y la españolidad son modernas, cosmopolitas e integradoras. La sociedad española, en su conjunto, no es nacionalista. En todo caso, como dice Podemos, es patriótica.

La división entre nacionalismo y patriotismo ―o el sentimiento hegemónico dentro de una nación o estado, no sé qué palabra utilizan los independentistas no nacionalistas― ha servido a los estados europeos tanto para reprimir los pueblos disidentes dentro y fuera de su territorio como para hacerse el sordo ante la responsabilidad que tienen en la perpetuación del racismo, el etnicismo y otros ismos discriminadores. La política española actual es un ejemplo. Siempre es más fácil situar el trifachito como el receptáculo de todos los fantasmas de España que preguntarse qué han hecho los socialistas y Podemos para acabar con aquellas inercias económicas, institucionales, étnicas, raciales y políticas generadas durante el franquismo. O incluso mucho antes, que los catalanes y los castellanos ya hace tiempo que nos peleamos y colonizamos cosas.

Así que no. Que una parte del independentismo no quiera ser nacionalista no es, por sí mismo, ni progresista, ni novedoso, ni abierto, ni liberador. Al contrario. Es comprar los autoengaños del resto de estados europeos, con la diferencia de que ellos tienen un aparato institucional, discursivo, político y militar que les permite imponer sus políticas de dominación con la conciencia tranquila. Los catalanes, en cambio, sufrimos las consecuencias. Sería conveniente, pues, no adoptar las trampas conceptuales tejidas por aquellos que tienen la capacidad de dictar sentencia sobre nuestros presos políticos y, por extensión, sobre todos nosotros.