No es lo mismo gestionar una pandemia sabiendo que lo peor que te puede pasar es perder unas elecciones que gestionarla sabiendo que lo peor que te puede pasar es ir a la prisión. Las miles de muertes que dejará el coronavirus, el alto índice de personal sanitario infectado y la utilización de la clase trabajadora como carnaza las semanas antes de que se decretara el confinamiento total bien valen una investigación más allá de las urnas.

Adam Casals publicaba el viernes pasado en el Ara un excelente artículo que denunciaba la tardía reacción de la Generalitat en la gestión del coronavirus. La pieza iba en la línea de lo que yo había pedido aquel mismo día en la primera parte de este ciclo de artículos: la fiscalización de la acción del Govern y el establecimiento de medidas, como un pacto nacional sobre sanidad, para estar más preparados para los desastres que puedan venir de ahora en adelante. Para hacerlo bien, la acción de la Generalitat se tiene que valorar teniendo en cuenta las políticas del ejecutivo el español. Al fin y al cabo, Catalunya no tiene las mismas herramientas que Austria o Dinamarca para gestionar la pandemia.

Igual que al catalán, la pandemia pilló al gobierno español por sorpresa. Su reacción fue incluso más lenta que la catalana. Lo más perjudicial en Catalunya ha sido que el abordamiento del coronavirus hecho por el gobierno más progresista de la historia de España ha estado el esperable tratándose de dos partidos del régimen del 78. Una gestión del PP, Ciudadanos y Vox habría tenido un planteamiento idéntico. Quizás, las acciones adoptadas habrían ido un poco más allá.

Las medidas económicas se han dedicado a salvar grandes empresas, como las cadenas de televisión privadas; endeudar a unas clases bajas y medias que a duras penas se habían recuperado de la crisis del 2008, y dejar en la estacada a autónomos, trabajadores y pequeñas y medianas empresas. Las sanitarias se han planificado partiendo de una visión españolista y centralista del Estado. Primero, militarizando la gestión: una cosa es que el ejército tenga recursos que, ya que nos han costado una morterada, se utilicen; la otra que sean los militares, y no los científicos, quienes lideren la gestión. Segundo, centralizando la gestión de material sanitario; una decisión criticada por gestores españoles de todos los colores políticos, al ser las comunidades autónomas las que tienen el personal y la pericia para hacerlo. Tercero, no aislando Madrid cuando tocaba, esparciendo el virus a comunidades en las que habría costado más que llegara. Cuarto, impulsando un relato patriótico al cual se han destinado mucho dinero, con minions de partido en las redes y en los medios que han tirado de catalanofobia para descalificar a Oriol Mitjà o las demandas del president Torra, algunas más progresistas que las de PSOE y Podemos.

La negligencia y el españolismo son mortíferos. Y por eso es necesaria una valoración honesta, rigurosa y contrastada con el fin de formular un juicio que responsabilice a todo el mundo en la medida en que le toca

La pandemia ha certificado la defunción del 15-M. Como ya se sabía, tan sólo se tenía que dar un sueldo a sus representantes para que hablaran como la casta y gobernaran como la casta. Al movimiento independentista le ha quedado claro que los comunes están dispuestos a asumir los muertos que ha causado la gestión centralista y militarizada de la pandemia. Por si alguien dudaba, su marco referencial es España. No es algo reprobable, simplemente algo que el independentismo tendrá que tener en cuenta si todavía cree que establecer luchas compartidas con ellos es una buena manera de ampliar la base. Al fin y al cabo, los discursos del gobierno catalán enfatizaban las luchas compartidas; ya hemos visto cuál ha sido el papelón de socialistas y comunes.

La semana pasada planteaba a la Generalitat hasta qué punto, en el momento en que acata unas acciones que considera insuficientes y no pone en práctica las que cree que mejorarían la gestión, acaba siendo corresponsable de las políticas de Madrid. Hoy, me gustaría recordar a JxCat, ERC y la CUP que el eje izquierda-derecha con el que daban cheques en blanco al PSOE y a Podemos, y bajo el cual iban cediendo y reculando para seducir a los comunes, ya no vale. A partir de ahora, cualquier partido independentista que les apoye con el argumento de "si no, vendrá la derecha" será cómplice de la gestión nefasta de la pandemia. El PSOE, el eslabón más fuerte del régimen del 78, y Podemos, el que más rédito ha sacado de la doctrina del shock aplicada a Catalunya después de la derrota de octubre del 17, han dado la estocada final a cualquier quimera que pintaba el problema del encaje de Catalunya en España como una cuestión de partidos, y no de una estructura estatal donde Catalunya no tiene cabida. Cualquier apoyo gratuito a las dos fuerzas por parte del independentismo será alimentar una quimera homicida.

Los líderes independentistas dejaron claro que la independencia de Catalunya no valía muertos. PSOE y Podemos les han respondido que mantener las esencias del régimen sí que los vale. Si alguien me acusa de monstruo repugnante que alimenta el independentismo hiperventilado y la postconvergencia con los muertos del virus, le remito al artículo del viernes pasado y a las primeras rayas de este. La negligencia y el españolismo son mortíferos. Y por eso es necesaria una valoración honesta, rigurosa y contrastada con el fin de formular un juicio que responsabilice a todo el mundo en la medida en que le toca. No se trata de encarcelar líderes catalanes y guillotinar a los españoles.

Porque la cuestión no es que la República Catalana habría gestionado mejor la pandemia. Sino que, en una Catalunya independiente, el estado español no habría puesto bastones en las ruedas a las políticas catalanas. La Generalitat estaría cara a cara con la ciudadanía, y es esta relación directa entre poder institucional y popular, para cooperar pero también para ajustar las cuentas, lo que hace que las comunidades, además de soberanas, sean verdaderamente republicanas y democráticas. Yo, inocente por naturaleza, sigo pensando que la cultura republicana y la democrática son las mejores herramientas para preservar una vida que, ahora mismo, está en peligro.