El procés ha supuesto el despertar político del catalán medio. De la misma manera que la crisis nos obligó a aguzar el oído a la economía, el procés ha hecho que muchas personas, ya sea para posicionarse a favor o en contra, hayan tenido que seguir el hilo de la actualidad política e implicarse. Todo eso alcanzó el máximo apogeo entre el 20 de septiembre y el 21 de diciembre del 2017, cuando los ciudadanos sentimos el peso que supone hacer historia. Nos encontramos en ese punto en que la historia pasa de ser un relato cerrado y no digerido sobre el pasado que, como bien explica Josep Asensio en Núvol, es movilizado en el presente para hurgar en los traumas de los catalanes con el fin de manipularnos, y se convierte en una acción que nace en el presente, conecta con el antes y se fuga productiva hacia el futuro, con todas sus incertidumbres.

Al independentismo, el resurgir político no sólo le ha servido para involucrar a la gente en formas de participación que van más allá de escoger un parlamento, sino que ha supuesto darse cuenta de que los estados democráticos son capaces de saltarse sus propias normas para frenar el avance del sujeto disidente. No es que no lo supiéramos. El Estado deja morir a personas en el Mediterráneo y blinda la frontera sur de vallas verticalmente kilométricas coronadas por concertinas, mientras nos empuja a las generaciones más jóvenes a una precariedad que a menudo nos obliga a marcharnos del país. Pasa que, mira por dónde, todo esto que se creía que le sucedía a quien se portaba mal, a quien no trabajaba lo suficiente, a quien no era lo bastante blanco, ahora también le pasa a los ciudadanos de bien. De golpe, nos preocupan las condiciones de vida de los reclusos en las prisiones catalanas y nos entristecen mucho los chicos de Altsasu, mientras pedimos perdón a los independentistas vascos por no haberles hecho ni caso durante años y reñimos a los Mossos (la nostra policia) porque zurran a okupas, CDR y activistas de la PAH.

Esta moral biempensante, que vamos perdiendo a base de garrotazos, prisión y exilio, explica algunas de las ingenuidades con las que se llegó al referéndum de octubre. Aquello de que Europa nos mira y que no permitiría la opresión del estado español, que frente a un acto de tal magnitud democrática no podría hacer más que arrodillarse y negociar la independencia ―o un referéndum pactado―. La respuesta ciudadana del 1 de octubre resquebrajó toda esta inocencia y sorprendió tanto al gobierno español como al catalán. No lo ha desintegrado del todo, pues todavía hay quien cree que los juicios a los dirigentes independentistas servirán para retratar a España. Sin embargo, según Ramon Grosfoguel, acontecimientos como el referéndum dejan una huella que a menudo tarda años en florecer. Lo que se vivió fue el germen de una revolución. Como apunta Manuel Delgado, aquel día al poder no lo atemorizaban los muertos, sino los vivos.

Es necesario que la ciudadanía independentista y los partidos que la representan adopten una mentalidad revolucionaria; que dejen de pensar según las dinámicas españolas

La revolución que se degustó en octubre del 2017 fue la respuesta de buena parte de Catalunya ante la crisis del régimen del 78, tanto el establecido en España como en el Principado. Joan Ramon Resina escribía hace poco en Vilaweb: "La hostilidad hacia todo lo que es catalán moduló la política [española] de cabo a rabo del siglo XX. Una vez desvanecida la ilusión de la modernización del estado, se ha ido haciendo evidente que España no se puede convertir en una democracia funcional hasta que no haya resuelto su problema territorial". Como siempre digo, el régimen del 78 es una tregua que los pueblos de España se concedieron para resarcirse de la Guerra Civil y el franquismo e intentar vivir. Fuera aprovechando sus jerarquías policiales, políticas y económicas; fuera utilizando como pegamento el dolor que generó. Agotado el modelo y expuesta la farsa ―la podredumbre, que dice Resina―, el statu quo necesita para sobrevivir a otro coco con el que hacer chantaje a las naciones que la conforman. Superado Franco, toca Vox.

En esta fase pseudoautonómica a la cual los partidos independentistas nos han empujado, la necesidad de una revolución catalana se hará más patente que nunca. En España, la propuesta (con)federal corre el riesgo de desintegrarse al ritmo de Podemos; Vox, PP y Ciudadanos tienen sueños húmedos con la aplicación de un 155 perpetuo y el juego de equilibrios ideológico y territorial hace que el PSOE no pueda ofrecer nada más de lo que sea un Estatut ―y de rebote, un estado de las autonomías― zombi. En Catalunya, cada vez se hará más evidente que la sumisión de las instituciones a las reglas de juego autonómicas es el principal dique de contención de las aspiraciones emancipadoras. Muy pronto será imposible esconder, como ya advertía Sara Ahmed, que bajo la lógica colonial todo discurso que apele a la revuelta de las sonrisas, a la fraternidad y el amor es sólo una interpelación al débil para que siga las reglas de juego del dominante.

Ante todo esto, es necesario que la ciudadanía independentista y los partidos que la representan adopten una mentalidad revolucionaria. Que dejen de pensar según las dinámicas españolas, planteen un proyecto político propio y asuman, de una vez por todas, que tan sólo se podrá materializar si se trascienden las normas autonómicas y estatales. Hay que salir a la calle. Hay que defender las causas que se creen justas, muchas de las cuales el Parlament ya había reconocido como tales ―los derechos LGTBI y los de las mujeres, el volem acollir, la vivienda digna, la lucha contra el cambio climático―. Hay que dotarnos de herramientas para que podamos debatir el modelo de país que queremos. Sobre todo, no hay que frenarnos cuando el Estado intenta que nada de eso sea posible, que es lo que hemos hecho hasta ahora. Lo hemos hecho cada vez, bajando la cabeza, confiando en que si obedecemos nos reprimirán menos y el gobierno socialista, en su inmensa misericordia, nos dará el visto bueno ―en forma de dinero o en forma de retirada de recursos en el TC― para aplicar las políticas sociales que queremos hacer.

Si seguimos como hasta ahora, los partidos independentistas, arrancados ya de toda capacidad para ejercer ningún tipo de poder que no sea la gestión de unas instituciones pensadas para controlar a la tribu, seguirán marchitándose, con la sociedad que tienen detrás, abrazados al régimen que dicen que combaten.