La rabia es patrimonio de los poderosos. Lo insinuaba Rebecca Traister, después de analizar cómo la ira de las mujeres de los Estados Unidos se ha despreciado y ridiculizado para esterilizar su potencial transformador. Otra feminista, la Rosi Braidotti, concebía el dolor fruto de la injusticia como un arma de doble corte. Por una parte, podía convertirse en un agujero negro que atrapaba al sujeto en un luto perenne; por la otra, podía convertirse en una fuerza centrífuga que catapultaba al individuo hacia su liberación.

El independentismo tiene muchos motivos para estar enrabiado, indignado, furioso. Las palizas del 1 de octubre; la represión indiscriminada contra políticos, activistas y población civil; la mala gestión de los resultados del referéndum por parte de sus líderes y la no restitución de cuentas; el chantaje permanente que impide este ejercicio de transparencia porque la alternativa a no votarlos es más represión. A pesar de todo, no ha sido del tipo de encabritarse antes del 1 de octubre, porque su mantra fue la revolución de las sonrisas. El lema tuvo el acierto de animar el carácter pacífico del movimiento y su creatividad y empuje. Sin embargo, cometió el error de no preparar la base –buena parte clase media poco acostumbrada a las luchas antisistema– para las penurias que implica una confrontación con el estado. Con lemas como "ni un papel a tierra", allanó el camino hacia la criminalización de la protesta ciudadana utilizada tanto por el unionismo más duro como por el españolismo blando de los comuns. Los de los escarnios de la PAH, los herederos de los indignados del 15-M.

Una vez dejado inconsciente, el independentismo ha quedado tomado, gracias a la retórica del martirio alimentada por partidos y entidades, en el agujero negro del luto que apuntaba a Braidotti. Al mismo tiempo, ha querido hacer gala de un pacifismo y defensa de un amor fraternal hacia los pueblos de España que, hasta ahora, ha sido infructuoso. No solo porque se ha aferrado más por estética y moral que por convicción, sin asumir lo que implica una lucha revolucionaria y no violenta. Sino porque, como advierte Sara Ahmed, el amor y la felicidad son utilizados por las clases dominantes para imponer un modelo social que las beneficia, a la vez que castra los intentos de cambiar el sistema de las personas disidentes al tildarlas de peligros para el bienestar y la satisfacción colectiva. El amor, como decía Kate Millet, ha sido el opio de las mujeres: "Mientras nosotros amábamos, ellos gobernaban".

La rabia, sin embargo, es como el estado gaseoso. Aunque la aplastes una y otra vez siempre buscará una rendija para salir. Cuando lo haga, reventará todo lo que encuentre a su paso. La oportunidad que suponían proyectos tan diferentes como Primàries o Front Republicà era permitir convertir en una energía productiva y transformadora la rabia que sentían muchos independentistas desafectos. Viendo lo que sucedió el sábado pasado a la plaza Sant Jaume, parece que se necesitará algo más. No estoy de acuerdo con los insultos sexistas contra representantes de los comuns. Sí en que la ciudadanía haga visible su descontento. Sin embargo, antes de empezar con los de Colau, lo haría con los partidos independentistas. Como se tienen que seguir votando porque la alternativa son los opresores, hace falta que entiendan que los votos no son un cheque en blanco.

Esquerra Republicana, Junts per Catalunya, la CUP, Òmnium y la ANC han tenido miedo de la rabia y la ira independentistas. Podrían haberlas utilizando para crear un marco de referencia a favor de la democracia y un saber estar en el mundo que aglutinara varias sensibilidades y ayudara a reforzar la identidad común, en la línea del localismo construido en Hong Kong analizado por Vicent Partal en Vilaweb. Es lo que nos recuerda otra vez Braidotti: enfrente del poder disciplinario, encarnado en este caso por el nacionalismo español, impulsamos el poder regenerador, materializado en el nacionalismo catalán. En Catalunya hemos tenido pistas de ello. Para que hubiera un 3 de octubre se necesitó el 1 de octubre. El independentismo ha rozado el 50% de los votos en las últimas europeas, cuando la figura de Puigdemont simbolizaba el rechazo al Estado español.

Como advierte Sara Ahmed, el amor y la felicidad son utilizados por las clases dominantes para imponer un modelo social que las beneficia, a la vez que castra los intentos de cambiar el sistema de las personas disidentes, al tildarlas de peligros para el bienestar y la satisfacción colectiva

Nadie lo está haciendo. Los partidos y entidades tan solo alimentan un victimismo que les ha servido para seguir mamando de la teta pública, y han fomentado, para arañar votos, el ascenso de figuras oportunistas y banales, sin profundidad política, que buscan ganar un dinerito traficando con anhelos ciudadanos. Es un error inmenso. En medio de la apatía general y de acusaciones falsas sobre la pretendida violencia del movimiento independentista generadas ya por círculos periodísticos y políticos soberanistas, en las redes sociales van filtrando discursos aguerridos como los del Frente Nacional de Catalunya.

Igual que el Movimento Identitari Català, esta organización xenófoba es minoritaria. Pero la improvisación y la falta de preparación para afrontar un conflicto colonial de los integrantes de las formaciones independentistas, sumadas a los imaginarios racistas y sexistas presentes en la sociedad catalana, los pueden convertir en un polo de atracción para una parte del electorado descontento. Al fin y al cabo, si el independentismo mayoritario, político y mediático, da visibilidad a gente estrafalaria o banal y a demagogos arribistas, es cuestión de tiempo que el resto de gente estrafalaria, banal y demagoga arribista se oiga como en casa y sea considerada una opción política creíble.

Si Catalunya es independiente, seguramente tendrá que bregar con una extrema derecha que se parecería más a la ultraderecha de la Europa central o septentrional que a la española. De momento, sin embargo, el independentismo la mantiene a raya. La capacidad para seguir haciéndolo dependerá de la actuación, de ahora en adelante, de sus partidos mayoritarios.