Cada vez más proliferan artículos, escritos por señores blancos (de varias edades, y a veces sexo, ser señor es un estilo de vida), que lamentan que la academia, así como la cultura, el periodismo y tantas otras ágoras de debate público, hayan dejado de ser espacios donde se puede debatir con total libertad.

Antes, continúa la historia, las normas que articulaban los intercambios de ideas se basaban en la más estricta racionalidad y objetividad. Ahora, en cambio, todos estos espacios están siendo invadidos por huestes de ofendidos que pretenden secuestrar la conversación poniendo en el centro su identidad y los problemas que se derivan, cosa que impide la articulación de marcos mentales, muy racionales y objetivos ellos, que sean beneficiosos para todo el mundo. Añadid que la culpable de todo eso es la postmodernidad y su tropa de autores dedicados al noble arte del onanismo intelectual que se corre en ríos de artículos y libros con palabras imposibles alargadas en frases eternas —en lugar de preocuparse, ay!, por los problemas reales de LA GENTE— y ya tenéis la película completa.

Este relato siempre lo he encontrado un tanto divertido. La academia, los medios o el arte han sido espacios que a menudo han cerrado sus puertas a las mujeres blancas y a las personas racializadas, y han producido conocimiento y representaciones destinados a justificar y perpetuar las jerarquías que hundían en la miseria a los excluidos de la producción de conocimiento. Si la libertad existía, en todo caso, era entre iguales.

Es en el debate entre iguales que sitúo el género literario de señores blancos indignados con los tiempos que corren. En su artículo "La era de las guerras de identidades" (The age of identity wars), Michael Lind reflexiona: "Desde los días de la revolución francesa y el Manifiesto Comunista hasta la caída del Muro de Berlín, los grandes debates políticos e intelectuales [en Europa] trataban sobre cómo organizar el Estado, no sobre quién pertenecía a la nación (...) La pregunta básica no era "Quiénes somos", sino "Cómo nos tenemos que gobernar. Considero, pues, que una de las raíces del persistente malestar de los señores es esta pregunta, el quiénes somos, formulada insistentemente por feministas, antirracistas, colectivos LGTBI o que reivindican la diversidad funcional.

Al soldar el conocimiento al individuo, las certezas que dábamos por universales se tambalean y, como ellas se tambalean, también nos tambaleamos nosotros

Preguntarse quiénes somos es interrogar(se) sobre quién produce el conocimiento, qué conocimiento cuenta y cuál no, quién es el sujeto de este conocimiento, cómo influye quienes somos en nuestra manera de producir el conocimiento (de entender el mundo, al fin y al cabo) y qué impacto tiene este saber en la vida tanto de los incluidos en él como de los excluidos. Esta perspectiva es enriquecedora, pero no exenta de riesgos. Al soldar el conocimiento al individuo, las certezas que dábamos por universales se tambalean y, como ellas se tambalean, también nos tambaleamos nosotros. Sospecho que esta inseguridad, tanto hacia el mundo como hacia el ser, es una de las razones por las cuales la reacción de los señores blancos al debate sobre cómo los sesgos del conocimiento perpetúan/generan desigualdad es considerarlos un ataque intolerable a las ideas preestablecidas y, por extensión, a ellos mismos.

Hay que decir, sin embargo, que la mayoría de debates planteados por los movimientos mencionados no van en la línea de apartar a los hombres blancos del espacio público, o de decir que sus problemas no importan. Nos dicen que no son los únicos que importan y, sobre todo, que los problemas u opresiones que sufren no son un pretexto válido para descargar su frustración contra otras personas oprimidas. Se puede entender la situación de precariedad laboral que vive la clase obrera blanca estadounidense (los rednecks), pero eso no los hace exentos de la crítica que su malestar se haya canalizado votando como presidente a un misógino racista. Y más si se tiene en cuenta que, por ejemplo, esta misma precariedad laboral, sumada a las vulnerabilidades por razones de raza y género, ha dificultado o impedido que muchas trabajadoras de las fábricas de Ford en Chicago hayan podido denunciar los abusos sexuales que han sufrido durante años en las plantas de fabricación de automóviles de la compañía. Así, algunas de las luchas de un redneck y de una trabajadora latina o afroamericana de la Ford pueden ser bastante complementarias. Pero es precisamente la construcción de la identidad blanca y masculina en oposición a las no blancas y femeninas la que las ha presentado como opuestas o excluyentes, como si estuviéramos ante un juego de suma cero.

La idea del "si tú ganas, yo pierdo; si tú no eres como yo digo, yo ya no soy", sumada a la visibilización en el conjunto de la sociedad de los agravios por parte de sectores oprimidos y la reflexión pública (tímida o extrovertida) generada en consecuencia, ha servido en bandeja la coartada perfecta a los señores para presentar su racismo, sexismo, clasismo y tantos otros ismos y fobias como reacciones contestatarias. Se ve que el debate público y la producción artística han sido secuestrados por lo políticamente correcto, por un conjunto de convenciones que buscan que nadie se ofenda y que todo el mundo se sienta representado y que, en última instancia, amenazan con constreñir la libertad de expresión (de los señores, sobre todo). Porque, tenemos que recordar, presentar a las mujeres como histéricas, los negros como monos y los homosexuales como viciosos no ha supuesto, históricamente, ningún atentado contra su libertad de expresión o su integridad física o psicológica. Porque, como todo el mundo sabe, sólo las historias que nos explican los hombres son buena cultura, que para alguna cosa explican cosas universales. Seguro que todos nosotros estamos atormentados por el deseo irrefrenable, obsesivo y enfermizo de follar con mujeres misteriosas o jovencitas, aunque sean menores de edad, tal como glosa parte de la obra de Woody Allen.

Una reflexión sobre cómo nuestro punto de vista condiciona la forma de ver el mundo no es un impedimento para generar un conocimiento tan completo e integrador como sea posible, sino un gran punto de partida

Si los malvados posmodernos han contribuido al fin del debate racional y al reinado del identitario y sentimental políticamente correcto, las redes sociales han sido, en los últimos tiempos, uno de los instrumentos para alcanzarlo. "Queman las redes", dicen, cuando los tuiteros negros se quejan de una campaña publicitaria de H&M que estampa una sudadera con el nombre de mono a un niño negro, insinuando que ven racismo donde no hay. La demonización (que no crítica) del uso de las redes sociales y las emociones que movilizan, a mi entender, no es casual. Viendo datos sobre quién dirige y escribe películas, quién gana premios Nobel, quién opina en los medios o quién manda en las universidades, queda claro que, todavía ahora, la producción cultural y académica es una tarea bastante blanca y bastante masculina. Tal como explica el periodista y activista antirracista Moha Gerehou, las redes sociales son un espacio en que los subalternos pueden explicar su visión del mundo y hablar de tú a tú con los privilegiados. Siempre, claro está, que estos subalternos puedan acceder a la tecnología. Y siempre, claro está, teniendo en cuenta que en el acto de hablar de tú a tú en el mundo digital se exponen a la misma violencia que experimentan en el mundo analógico. Porque las redes pueden quemar, sí, pero normalmente las incendian personas que esgrimen imaginarios herederos de ideas que han llevado a quemar cruces en nombre de la supremacía blanca o a incinerar judíos en los campos de concentración.

En su artículo sobre la guerra de identidades, Michael Lind concluía que como reconciliar el pluralismo con una identidad común necesaria para garantizar la democracia podría acabar siendo la gran cuestión política del siglo XXI para los estados europeos. En el caso del saber, pienso que una reflexión sobre cómo nuestro punto de vista condiciona la forma de ver el mundo no es un impedimento para generar un conocimiento tan completo e integrador como sea posible, sino un gran punto de partida. Es un factor que nos apodera a la hora que nos hace ser humildes: a pesar de utilizar las mismas herramientas, nuestro saber, nuestra experiencia, son tan necesarios para entender el mundo y completar la visión del otro como lo es la del otro completar la nuestra.