Es una vieja costumbre que tenía y que he decidido recuperar viendo cómo todos los partidos están enfocando la campaña electoral. En esta época de restricciones, en que muy pronto el mundo se fundirá en negro porque el resto de colores estarán prohibidos, necesito disfrutar de todo aquello que me aporte pequeñas dosis de felicidad.

Lo hacía cada domingo. Bajaba las persianas del comedor y en la penumbra sintonizaba un canal de televisión de aquellos considerados para mujeres (ecs). El corazón me iba a mil y todo yo era un humedal tan pronto como escuchaba la sintonía. Aparecían en pantalla una diseñadora y un agente inmobiliario. Cada uno de ellos tenía una misión. Ella, remodelar la casa X para convencer a los inquilinos de que se quedaran a vivir. Él, hacer que se trasladen a una casa mejor. Sólo uno podía ganar. Entre medio, un festival orgiástico. La excitante frialdad marfileña de los muebles del lavabo. Presupuestos para remodelar la casa y para comprar la nueva. La sensualidad curvilínea de las escaleras de caracol. Mosaico en la ducha de los chiquillos. La tostada esbeltez de los suelos de parquet. Mosaico en la ducha del lavabo de matrimonio. Salas-vestidor anexas a las habitaciones. El titilante crepitar de la chimenea. "Oh, sí, Hillary, hazles la cocina de concepto abierto que te están pidiendo a gritos". "David, más, más, queremos ver una piscina todavía más grande". Si estabas de suerte, la providencia te recompensaba con el gran orgasmo: la casa tiene sótano. Se puede reformar. Hay bastante presupuesto. DALE.

No os penséis que todo era una sucesión de imágenes pensadas para deleitar los sentidos. También había guion. Thriller: el padre y la madre canadienses dudan de si una habitación del tamaño del palco del Camp Nou es lo bastante grande para que jueguen los chiquillos. Drama: no contábamos con cambiar los cristales del comedor y ahora tenemos que añadir 3.000 dólares a un presupuesto de 20.000. Misterio: ¿por qué siempre se tienen que reparar las cañerías? ¿Pueden hacer pipí tranquilos, en Canadá? Si te cansabas de Toronto, tenías la versión de Vancouver. También había terreno para la fantasía. Otro programa preguntaba a los participantes si querían una casa en las afueras o en el centro. Depende, Claire, hay días que una cosa, hay días que la otra. A veces me apetece ir a trabajar a pie y de vuelta comprar el pan en una tienda de muffins sin gluten, lactosa, frutos secos y glifosato. Otros quiero bañarme de noche en el jacuzzi de un jardín que no se acaba nunca, exhausta después de haber ido a comprar los muffins en el centro con mi monovolumen tan cero emisiones tan cero emisiones, que me lo dejarían conducir por una supermanzana.

Aquí nos tenemos, en una habitación de 300 euros al mes de un piso que compartimos con tres personas más, babeando con los planos detalle de una espaciosa cocina con barra americana

Un día que no me quedé lo bastante descansada, opté por la parafilia. Las mini-casas. Que conste que sólo lo vi una vez, así de paso. Gente que se compra una casa pequeña, se ralla muchísimo porque es pequeña y llama al equipo del programa para que le solucionen el problema. Es tralla de la dura: "Es una mini-casa, ¿qué esperabas, gilipollas?", grito, muy sudada y temblorosa, a John de Nebraska, traumatizado porque el cello, el perro, el gato y los dos hijos no caben en una especie de contenedor con tejado y ruedas primo-hermano de las urnas del 1 de octubre. Centenares de libidinosas contorsiones de literas, estanterías y puertas, así como de posiciones antinaturales de cubertería y ropa (cuchillos imantados en la pared, ¡qué burrada!) después, todavía hay sitio para un ficus.

Gracias a las redes sociales, he descubierto que no soy la única que comparte este vicio. Que a muchos jóvenes los excita no sólo tener una vivienda propia (alquilada o hipotecada), sino tener la oportunidad de organizarla y decorarla a su gusto. De la misma manera que la serie The Newsroom es porno para periodistas ("No, Timmy, no podemos emitir eso porque no lo hemos contrastado tres veces" –claro, creador de la serie Aaron Sorkin, claro–), los realities sobre casas tienen todos los elementos para ser porno para millennials. Al principio me parecía un desastre, la foucaultiana prueba de que el poder es quien determina nuestros deseos. La sociedad nos prometió que si nos esforzábamos mucho y mucho viviríamos mejor que nuestros padres, y aquí nos tenemos, en una habitación de 300 euros al mes de un piso que compartimos con tres personas más, babeando con los planos detalle de una espaciosa cocina con barra americana.

Ahora, sin embargo, ya me da igual. Con el tiempo, he aprendido que lo que yo valore como elementos clave para una vida feliz y acomodada será un poco diferente a lo que valoraban mis padres. Y que no pasa nada, siempre que seamos capaces de tener una vida digna y satisfactoria y que no nos tomen (más) el pelo. Así que me miro los realities de casas como una fantasía que te hace pasar un buen rato, pero que no necesariamente se hará realidad. Ni tiene por qué ser deseable que se haga. Mientras no nos creemos falsas expectativas, o expectativas nada saludables para nosotros y los que nos rodean, con aquello que vemos en la pantalla, todo irá bien. Tal como está el patio, es incluso saludablemente necesario fantasear que tu única preocupación en la vida es escoger entre el amarillo mostaza y el amarillo canario. O que eres canadiense.