Ayer, a la hora de comer, un amigo mío y yo hablábamos de si éramos conscientes de hasta qué punto lo que pase este domingo afectará a la política catalana y española durante los próximos años. La conversación transcurrió de forma sincopada, entre tragos y mordiscos, y eso me hizo pensar en cómo El Procés había afectado a la percepción que teníamos del paso del tiempo.

La idea no me viene de nuevo: la precariedad, el paro y la inseguridad laboral han hecho que conciba mi vida por etapas. Como si fueran temporadas, con más o menos capítulos, de una serie de televisión, donde el gran reto es ir sobreviviendo entrega tras entrega, sin desviarme mucho de mis objetivos vitales (el leitmotiv de la serie). El procés es, para mí, otra producción seriada. No sabría decir si ha transcurrido paralela a la mía o si se ha cruzado de lleno: haberte comido con patatas los errores de (y las dinámicas creadas para beneficiar a) personas de generaciones anteriores hace que la posibilidad de empezar de cero sea más atractiva que quedarse con aquello conocido. Vale tanto para el reparto de riqueza como para la Constitución.

Mi tesis gustó a mi amigo, y jugamos con la idea de que el 1 de octubre marcara un final de temporada similar a lo que cada año nos regala Juego de Truenos. Comentamos que el visionado de todo final de serie mítica viene precedido de rituales, a menudo realizados con otras personas, que sirven para domar los nervios previos al visionado y para vivir más intensamente la experiencia a medida que se deshilacha delante nuestro. Ni que sean miraditas cómplices del tipo: eh, esta noche, sí, tenemos aquello.

La gran incógnita ha sido saber cómo unionistas, independentistas y los equidistantes han justificado, rechazado o renarrado la represión con el objetivo de defender su visión del conflicto

La reacción popular a los intentos del gobierno central de frenar el referéndum estas dos semanas están sirviendo como ritual para lo que vendrá. Es una toma de contacto, la definitiva para saber de qué posición parte cada uno de cara a la season finale. La gran incógnita ha sido saber cómo unionistas, independentistas y los equidistantes —los que dividen el mundo entre ellos, los críticos y razonables, y los otros, los irracionales atrincherados— han justificado, rechazado o renarrado la represión con el objetivo de defender su visión del conflicto.

Eso ha creado maneras diferentes de percibir el tiempo: el relato de los equidistantes, o de algunos sectores que aspiran a ocupar la silla de los partidos gobernantes en Catalunya y España, ha tendido a presentar el 1 de octubre como el resultado de la tozudez de dos líderes, desconectando de la historia lo que está sucediendo estos días con más facilidad. En cambio, algunos relatos entre los independentistas han tendido a doblar la cronología como si fuera una hoja de papel, de manera que la represión vivida ha confluido con la de tiempos pasados. El campo unionista nos ha regalado intermitencia entre los sectores más extremos, marcada por el resurgimiento de la extrema derecha y de comparaciones con el terrorismo de ETA, así como una cierta continuidad, teniendo en cuenta que el relato de muchos de sus defensores se basa en el consenso que sustenta la Constitución.

Ante los embates del tiempo, la sociedad catalana (una parte, no quiero ofender a nadie), ha reaccionado con la persistencia del cuidado. La resistencia de estos días no se entiende sin la solidaridad de personas de edades, clases sociales y orígenes diferentes. Nos hemos querido mucho. Y propongo que nos queramos todavía más. Sea en pareja, en grupo, solos, o con guardias civiles, la euforia comunitaria de estos días, mezclada con la incertidumbre del día siguiente, han creado un escenario perfecto para practicar aquello que reivindicaba la escritora afroamericana Audre Lorde: el erotismo como acto político. No en vano, todo régimen político basado en divisiones étnicas, raciales, culturales o de género, se ha sustentado en un control de la sexualidad. Así, a pesar de las tensiones étnicas que ha habido en Catalunya, también es cierto que porque nos hemos querido mucho y los percibidos como catalanes de pura cepa follaron, y siguen follando, con personas del resto de la península y de más allá, el imaginario de catalanes burgueses contra castellanos obreros que tanto nos intentan colar con calzador a derecha e izquierda no acaba de encajar.

No veo por qué el sexo libre y consentido no puede servir tanto para construir un Estado catalán como para tejer alianzas fraternales de verdad con el resto de pueblos de España

Follar durante estos días también tiene cosas buenas, como la evidente descarga de adrenalina y el placer más o menos momentáneo. Y hacerlo al día siguiente del domingo, que es el lunes pero no sólo, también tiene su qué: si para construir la Europa comunitaria ha valido tanto el intercambio de mercancías, conocimientos y personas como el intercambio de fluidos vía becas Erasmus, no veo por qué el sexo libre y consentido no puede servir tanto para construir un Estado catalán como para tejer alianzas fraternales de verdad con el resto de pueblos de España, que nos harán mucha falta si todo eso acaba como el rosario de la aurora.

Así pues, ante la incertidumbre de los tiempos que vienen, apuesto por la momentánea materialidad de la carne. Entre acampada y manifestación, entre ir a votar y acompañar a los abuelos, follemos. Sudemos. Desgañitémonos. Acabemos extenuados de placer. Probémoslo todo. Por delante. Por detrás. Seamos (y sean) mujeres, hombres, nada de eso o todo a la vez. Con unionistas, con independentistas, con equidistantes. Cojamos fuerzas para lo que vendrá. Tanto si el mundo se acaba el lunes. Como si todo cambia para que todo siga igual. Como si todo sigue igual pero nada es como antes. Al menos que nos coja satisfechos. Y mezclados. Eternamente mezclados. Pensemos lo que pensemos, al fin y al cabo somos catalanes.