Las redes sociales han diversificado el número de hábitats del político activista. El político activista se caracteriza por denunciar situaciones injustas. Lo veremos en las manifestaciones del 8 de marzo o en las de la Diada, escribiendo artículos en que se queja de alguna cosa o haciendo tuits con altas dosis de indignación. Es en este último caso en que el político activista se ha emparejado con el político tuitero, aquel que aparece en el Parlament, en el Congreso o en los debates televisados haciendo el imbécil para conseguir colar su mensaje en Twitter, Facebook o Instagram.

El político activista acostumbra a tener un libro de citas que utilizará para indicar que el poder no lo ha cambiado y que sigue siendo un tío del pueblo: una cita de Gramsci, una estrofa de un cantautor/poeta represaliado por una dictadura. Tiene un calendario en el que están apuntados todos los Días Internacionales dedicados a gente jodida y colectivos oprimidos, a quien les dedicará un tuit en el idioma del colectivo oprimido, si es étnico, o una imagen con el lacito del color de la causa correspondiente. Los activistas nivel pro colgarán una fotografía de ellos con algún miembro del colectivo oprimido o jodido, y añadirán una cita, o una estrofa, de algún artista del colectivo minorizado o jodido.

El problema del político activista no es que incorpore en su tarea política cuestiones que reivindican los movimientos sociales. El problema es que hace activismo en ámbitos en los cuales tiene competencias para sacar adelante leyes y proyectos que pondrían solución a los problemas que señala. En manos del político activista, la denuncia se convierte en un velo que tapa la poca imaginación y la impotencia. El político activista que va a manifestaciones o escribe como escribiría un periodista de opinión se apropia de las pocas herramientas que tiene la ciudadanía para ejercer la política e influenciar la institucional. Las degrada hasta el punto de que ya no sirven para nada.

El problema del político activista es que hace activismo en ámbitos en los que tiene competencias para sacar adelante leyes y proyectos que pondrían solución a los problemas que señala

El político activista cree que con cuatro tuits ya cumple, de que yendo a una manifestación ya ha dado bastantes explicaciones sobre qué piensa de tal asunto. "¡Liberad a los niños!", tuitean los que tienen socios de partido en el Gobierno. "Es una vergüenza que la Rosalía no se considere cultura catalana", escribe quien tiene influencia para reavivar el sector musical cantado en catalán. "¡El Estado no nos deja aplicar las medidas que queremos!", lamentan los mismos que animan a manifestarse por la independencia mientras envían a los Mossos a golpear a la gente que sale a la calle.

Las proclamas del político activista alimentan la infantilización del discurso político que Vicent Partal ha denunciado hablando de la Generalitat y el movimiento independentista. Suponen, como afirma Llucia Ramis sobre la falta de responsabilidad política en la era de Twitter, que un político puede bloquear cualquier ciudadano que le pida explicaciones, una forma de no tener que justificar las decisiones que toma. Los políticos activistas participan en la corriente global que transforma el agravio en la certificación de la impotencia para cambiar el sistema, y no en el motor para transformarlo.

Convertir el ejercicio de la política institucional en performance alimenta lo que describe la criminóloga Sheila Marín: una cultura institucional donde los representantes no ven la conexión entre las políticas públicas y las consecuencias sociales que generan. Pero por mucho que griten, por mucho que reivindiquen, por mucho que se quejen, la gestión que nos dejan los políticos, convertidos todos ellos en activistas, es de más de siete mil muertes por Covid-19 en Catalunya, cerca de veinte mil en el Estado, y una crisis económica tan (o más) devastadora que la del 2008.