Cada vez que veo a Albert Rivera en la televisión, recuerdo a un embajador que conocí hace tiempo. Impartía una conferencia donde fue presentado con una castellanización de unos nombres y apellidos catalanísimos que hacía chirriar los oídos. Divisé la dimensión de la tragedia cuando me dio una tarjeta donde también aparecía castellanizado el nombre de una localidad de la Catalunya profunda. Sé que los topónimos se pueden traducir, pero en la conversión de aquel conjunto de palabras tan sólo se había atrevido el NO-DO. A pesar de la solemnidad de mi interlocutor, sentí un poco de lastimita hacia él al ver que todos los esfuerzos por hacer ver que no era catalán eran chafados por un irredento acento de la tierra cuando hablaba en cristiano.

Para personas como el embajador o Rivera, la catalanidad es una mancha de nacimiento que no se va por mucho que la rasques con papel de lija. Acaban cubriéndola con capas y capas de españolidad y anticatalanismo. Otros, como Iceta o Batet, la lucen como la muestra más evidente de españolidad. Son el Randall Weems de La banda del patio, el niño-rata que se dedicaba a hacer de chivato de las chiquillas a la hora del recreo, al servicio de la señorita Finster.

Arran del tuit propagandístico del Ministerio de Justicia español destacando el papel de España (sic) en la liberación de París durante la Segunda Guerra Mundial, bastantes vacas sagradas y tuiteros afines a los Comunes nos han regalado una nueva versión de eso de querer ser español y muy español. Justificaban el tuit del Ministerio con cabriolas dignas del Cirque du Soleil, diciendo que olvidar que los republicanos españoles de la Novena eran España era justificar el relato del franquismo que los consideraba apátridas. Aprovecharon la ocasión para acusar al presidente Torra y otros independentistas que enmendaron un tal acto de manipulación histórica –el Estado no necesita un Institut Nova Història para chapucear el pasado–, de comprar el relato del Generalísimo para fomentar el malidtaespañismo. El giro inesperado de guion llegó cuando medios como Público lanzaron una noticia desmintiendo el Ministerio, recogiendo tuits y declaraciones de españoles de bien que se consideran republicanos.

Lo que une a todos los catalanes es que pedimos perdón por serlo. Tan sólo así se entiende que la medida estrella para ampliar la base independentista sea arrinconar elementos que el españolismo ha intentado destruir, como el catalán, y hacer ver que la historia y la tradición no tienen nada que ver con la construcción de una nación. Que ya no es nación –no nos gusta el nacionalismo–, sino una República catalana construida en base a valores (?), nuevas tecnologías (tan sólo son nuevas para los señores que escriben sobre la superación del nacionalismo) y la voluntad de unirse con los pueblos de España y Europa en un abrazo fraterno super-chupiguay. Este relato vacío evita hablar de las múltiples fuentes que alimentan la cultura catalana, reconocer la lucha de generaciones contra la asimilación española y asumir la responsabilidad de Catalunya en la perpetuación del colonialismo y otros desastres producidos por la participación política en las dificultades del viejo continente. Esto provoca risa porque sectores progresistas de todo el mundo no rehúyen hablar de nación, o de pueblo, para tejer una alternativa a la extrema derecha y a los poderes fácticos globalizadores.

Lo que une a todos los catalanes es que pedimos perdón por serlo. Tan sólo así se entiende que la medida estrella para ampliar la base independentista sea arrinconar elementos que el españolismo ha intentado destruir, como el catalán, y hacer ver que la historia y la tradición no tienen nada que ver con la construcción de una nación

Ante tantas genuflexiones, la Milionària de Rosalía se convirtió, para mí, en un faro de esperanza. No sólo por lo que escribía Bernat Dedéu sobre cómo la canción resumía con precisión quirúrgica una filosofía de supervivencia ante las desastrosas consecuencias para el país de la falta de autoestima de los catalanes. También por el uso del catalán en una pieza que aspiraba, como bien ha sucedido, a ser un éxito mundial. Sin embargo, incluso Rosalía, en el discurso de agradecimiento por su premio MTV –gala donde no cantó en la lengua de Rodoreda–, recurrió a eso tan catalán de decir que vienes de Barcelona, que es el que haces cuando estás en el extranjero, te preguntan de dónde eres y no quieres decir que de España, pero te hace pereza explicarles qué es Catalunya.

Rosalía es una figura que fácilmente puede ser apropiada por el españolismo –como bien demostraron Manuel Valls o Jordi Cañas– y que tiene más facilidades para triunfar que otros artistas catalanes, porque canta en castellano y su estilo de música se adecúa a lo que los extranjeros creen que es lo español. Ahora bien, la naturalidad al hablar catalán en una canción, y que modelos como Kylie Jenner lo utilicen para promocionar sus productos, nos puede servir de ejemplo de que no hace falta que escondas la catalanidad, la corrijas o la compenses, para que el mundo te escuche. Básicamente porque al mundo le importa una mierda las disputas que tengamos con España. La catalanofobia no es nada más que el último delirio febril de un imperio que ya no es. En definitiva es una lección que tenemos que tener en cuenta. Sea en la música, en el patio del colegio, en una conferencia o en política.