Todo el mundo me ha dicho siempre que me parezco a mi padre. El mismo ademán serio, la misma visión racional de las cosas, la misma pasión intelectual. El mismo sentido del humor bipolar, refinado y/o absurdo, cuando nos soltamos. Las mismas es cuando escribimos con letra de palo. Ambos moriríamos de pena si dedicáramos la vida a trabajar en algo que no nos fascinara. Debe ser por todo eso que lo odiaba tanto cuando era adolescente, cuando ningún centímetro de mi cuerpo ni ningún mililitro de mi personalidad me gustaba. A lo largo de los años, he llegado a la conclusión de que la inquietud que me generaba estar con mi madre y mi padre nacía de la creencia de que no merecía ser querida.

En una casa llena de mujeres, hacemos la broma de que menos mal para papá que yo era el chico de la familia. No tan sólo por las pintas masculinas que gastaba de pequeña y de adolescente. O por las actividades que hacía, rodeada de niños. Eran las noches viendo el Barça, las conversaciones sobre jugadores y fichajes, mi propensión a sentarme en las conversaciones que mantenían los hombres allí donde iba. Mi padre y yo, una vez lavados los platos, nos sentábamos en el sofá después de comer los sábados y mirábamos, medio adormecidos, los partidos de la Premier. Cuando me marché de casa, y volvía de vez en cuando, me preguntaba si me quedaba a ver el partido. Él expresa las emociones haciendo cosas. Yo también, y eso nos ha ahorrado decirnos el uno al otro palabras como te quiero, que nos hacen sentir incómodos. Durante un tiempo él paseaba perros de la perrera municipal. Pasó la época de las campañas de micromecenazgo: bestiario de Sant Esteve de les Roures, documental sobre la trashumancia, cervezas artesanas, agenda sobre malas de películas y series que me regaló. El feminismo de su mujer y sus hijas lo ha marcado. Cuenta cuántos hombres y mujeres hay en las mesas de expertos y apoya al deporte femenino. Es de esas personas que no se pone enferma para no molestar.

Mi padre empezó a ejercer la medicina en plena ilusión colectiva por construir una buena red sanitaria pública, una vez acabado el franquismo. Se retirará gestionando la resaca de una crisis económica que ha arrasado el sueño de toda una generación, que envejece preparando los relevos para sus jubilaciones masivas. Cree en la sanidad universal. No ha querido trabajar en la privada. Operaba enfermos de sida cuando muchos no se atrevían a hacerlo. Un día, operó habiendo donado sangre al paciente que estaba interviniendo. Algunas de las personas que ha tratado nos han llenado la cocina de monas de Pascua, jamones, mariscadas o verduras del huerto como agradecimiento por una operación. Les responde que no hace falta, pero al año siguiente vuelven. Hemos sabido que ganaba premios por la prensa, o porque un buen día nos decía que se marchaba a tal sitio a dar una conferencia.

Descifrar la relación con mi padre es una de las empresas que más inquietud me genera

Es un hombre con una existencia marcada por transiciones históricas. La española después de la dictadura inauguró su paso a la edad adulta. La de la Alemania Occidental posterior a la Segunda Guerra Mundial marcó su infancia. De la etapa de emigrante, con el abuelo y la yaya, conserva un alemán que era la envidia de los compañeros teutones de clase. Ahora, nos sirve para entender las cartas de los restaurantes cuando vamos a algún lugar de habla germánica. De aquella época, aparte de lo buenos que están los pasteles alemanes, lo que más nos explicaba era que los compañeros de colegio, de vez en cuando, cambiaban el juego de indios contra americanos por el de nazis y judíos. Él, el español, era el judío. Como consecuencia, de pequeño tenía una gran habilidad para zafarse. Eso me lo ha precisado con la impresión del borrador de este artículo en la mano, en el que en los márgenes ha escrito algunas anotaciones en bolígrafo "para que el texto sea más preciso".

Mi padre es, junto con el abuelo paterno, el responsable de las altas expectativas que tengo hacia los hombres. Si todavía creo en una idea liberadora de amor romántico, agridulce y libre de clichés, es por él. Siempre al lado de mi madre, siempre devoto de las hijas. Cuando estamos todas en casa, nos mira, orgulloso, y sonríe. A mis hermanas les compra sushi, a mí cereales de chocolate sin gluten. A mamá algún pastel. He tenido que soportar la incomodidad que genera que algunas mujeres, cuando les digo quien es mi padre, suspiren diciendo su nombre. También me ha pasado con hombres cuando han visto a mi madre. Tener progenitores atractivos es vivir en un estado de inquietud salpimentado con una pizca de orgullo. La sexualidad (y sensualidad) de los padres se tolera en la medida en que sabes que tienes hermanas y que es un indicador que no se divorciarán.

De pequeña temía a mi padre. La autoridad. De mayor, temo a mi madre. El oráculo que me escruta las entrañas. Como si nos uniera un cordón umbilical invisible. Papá me ve tal como puedo llegar a ser. Mamá, tal como soy. La admiración y el respeto hacia mi padre me ha venido dada ya de cría, como si fuera una pulsión. La que siento hacia mi madre la he ido descubriendo a medida que pasan los años. Descifrar la relación con mi padre es una de las empresas que más inquietud me genera. Está llena de grumos, pero no tan grandes como los que tengo con mamá, con una personalidad más antagónica. La dejo fluir, absolutamente imperfecta y contradictoria, y creo que soy feliz.