Una vez más, el independentismo se encuentra ante la necesidad de afianzar su proyecto. Una vez más, con toda probabilidad, la falta de una estrategia compartida la volverá a dejar insatisfecha, ampliando el abismo que hay entre independentistas revolucionarios (los que entienden que la soberanía se gana y se ejerce, ni se negocia ni se pide) y los conservadores (los que esperan el permiso del opresor para ejercerla). Me refiero a la afirmación que hay que apoyar incondicionalmente a PSOE y Podemos en la lucha contra la extrema derecha española.

La única vía efectiva para que Catalunya haga frente a la ultraderecha española es defender un proyecto claramente independentista y, sobre todo, que lo ponga en práctica. Ante el fascismo en la calle tan sólo vale el espíritu de Urquinaona y la organización social e institucional que hizo efectivo el 1 de octubre. Haciéndolo, de paso, se debilitaría la amenaza de la ultraderecha independentista, minoritaria, pero que siempre intenta capitalizar la frustración que genera a los independentistas revolucionarios que la Generalitat haya desobedecido las leyes que votó el Parlament y, no contentos con eso, haya recibido todos los bastonazos del amo con la cola entre las piernas y los estómagos bien llenos, gracias a la parasitación de las instituciones, los medios y las entidades. La ultraderecha catalana es parecida a la francesa y la holandesa. Acabar de frenarla implicaría trabajar la base para que las instituciones dejen de reproducir relaciones racistas. De hecho, allí donde Vox ha ganado concejales ha sido gracias a copiar el discurso xenófobo de Plataforma per Catalunya.

La extrema derecha española es un radio de la rueda del régimen del 78. Más allá de constituir la ideología de base en muchos estamentos, su función es mantener uno de los dos pilares del mito de la Transición: el miedo al franquismo. El temor al régimen de Franco impone un pasado al cual no se tiene que volver y desvincula esta época histórica, y la restauración monárquica-democrática que se deriva de ella, del españolismo imperial que ha marcado la política estatal en los últimos siglos. Lo hace presentando la dictadura como una excepción histórica, exonerando a las izquierdas de su papel en el fomento de la catalanofobia a lo largo de décadas, y no como una manifestación más de este españolismo. Como con las generaciones nacidas en democracia no funciona el relato de la dictadura, PSOE y Podemos tienen que recurrir a la formación de Abascal para mantener España una, grande y libre.

Ni se os ocurra pensar que el independentismo tiene el deber de socorrer a aquellos que son partícipes de su represión, y que no han movido ni un dedo para transformar un sistema basado en la catalanofobia y el extractivismo madrileño

La realidad, sin embargo, es que Vox es la consecuencia de un régimen que el PSOE ha mimado y cuidado como el que más, y que Podemos ha intentado maquillar ofreciendo una versión activista e hipster del Estado plurinacional visto como una gran agrupación de coros y danzas, porque en el fondo ellos son cosmopolitas, es decir, españoles. Cuando ha tocado oprimir Catalunya, el PSOE ha estado en primera fila, Podemos se ha distanciado, y los comunes han hecho ver que se enfadaban mucho y que Bona nit Oriol y Cap dona en l’oblit, pero que, como bien dijo el ministro de Universidades, Manuel Castells, a la mesa de diálogo se va a defender la Constitución.

La servitud de ERC —y la gesticulación de JxCat— durante esta legislatura española y la pasada han demostrado repetidamente que "el gobierno más progresista de la historia" prefiere España antes facha que rota, frenando medidas que beneficiarían a las clases más desfavorecidas para no ceder a las demandas independentistas. Sin embargo, si PSOE y Podemos siguen sin ni dar agua al independentismo es porque, en el último siglo, Catalunya nunca ha puesto un precio a la sangre, sudor y lágrimas que la ciudadanía ha derramado contra el fascismo español.

El independentismo tiene que entender que no puede defender la liberación colectiva si previamente renuncia a la suya. Al acabar la batalla, los otros se habrán liberado (de la extrema derecha) y ellos continuarán atados de pies y manos (al españolismo). En Catalunya, lo que ha frenado la implantación de políticas de protección a las clases más empobrecidas o que han fomentado la emancipación de mujeres, personas racializadas y personas LGTBI, ha sido CiU con sus recortes, el tripartito con los que empezó, y PSOE, Ciudadanos y PP con la aplicación del 155 y el control de las finanzas de la Generalitat. Es decir, quien ha hecho daño a los catalanes más vulnerables es la austeridad neoliberal y el españolismo. Vox es una reacción a lo primero y un intento de garantizar lo segundo. En consecuencia, los partidos independentistas tienen que aparcar sus diferencias, trazar ya una estrategia compartida, que parta del ejercicio de la soberanía catalana y, a partir de aquí, establecer su táctica en Madrid.

Así pues, ni se os ocurra pensar que el independentismo tiene el deber de socorrer a aquellos que son partícipes de su represión, y que no han movido ni un dedo para transformar un sistema basado en la catalanofobia y el extractivismo (económico y cultural) madrileño. Ante la amenaza de la extrema derecha española, la pregunta, en todo caso, sería: ¿a cambio de qué el independentismo tendría que apoyar al Gobierno?