Una de las cosas que he aprendido del poco tiempo que llevo en primera línea de los medios es como la atención del público y, en especial, la de los usuarios de las redes sociales, es capaz de amplificar tanto las virtudes como los defectos. Hasta el punto de que ni tú misma te identificas con tu imagen. Ya no te ves, ves al personaje.

Frenar a un personaje en un ambiente que acostumbra a vivir de ellos ha sido una preocupación recurrente. He seguido una norma, basada en preguntarme, periódicamente, si mi voz expresa lo que quiero decir y estoy aquí para defender la causa feminista o si, por el contrario, mi voz va en piloto automático y es la causa quien me sirve a mí. En el momento en que los síes se desplazan del primer juego de preguntas al segundo, está el riesgo de ser engullida, convertida en un personaje. En mi caso, si bien he conseguido que la causa no me sirva a mí, sí que he sentido que ha habido momentos, sobre todo en las redes sociales, en los que la voz se me ha descontrolado, al ser incapaz de gestionar la presión y el escrutinio feroz sobre mi imagen, mis palabras y mis actos.

En estos casos, he vuelto a hacer lo que hacía cuando iba al colegio y ya me sabía todas las tablas de multiplicar y veía, aburrida y asqueada, como el resto de la clase todavía iba por la del seis: hurgar. Como además sufría bullying, ridiculizar a los alumnos por tontos era una forma de vengarme de todos los que me hacían daño a la hora del patio. Era una rueda, porque entonces se enfadaban más. Nunca he sabido ser la víctima que calla y agacha la cabeza. Me sentía más identificada con las malas de Disney que con las princesas. Así pues, ante la presión, las descalificaciones y la simplicidad argumental de algunos interlocutores del mundo mediático y digital, he cometido el grandísimo error de utilizar los títulos y conocimientos para chafar al interlocutor. Es una actitud que odio profundamente, porque en el resto de facetas de la vida el desarrollo de la escritura y la disciplina académica me han hecho ver que la modestia es fundamental y me han despertado las ganas de aprender y construir con el resto de personas. Algo, esto último, que de pequeña no quería hacer ni de coña.

Sin embargo, la mayoría de veces que he reivindicado la trayectoria profesional y formativa ha sido cuando los interlocutores han pasado de argumentar conmigo a pedirme, directamente, quién era yo para hablar de una cuestión. En una minoría microscópica de casos, lo hacen personas de ámbitos muy concretos del activismo feminista, LGTBI y antirracista. Han estirado tanto la idea de que todo conocimiento es creado partiendo de las circunstancias sociales y materiales de quien lo genera, que han llegado a la conclusión de que nadie más puede refutar la palabra de uno mismo. Se trata de personas que, en la mayoría de casos, construyen la identidad mediante las heridas; en lugar de ver las heridas como una limitación a la identidad. Entrar en el juego del tú quién eres con ellas, blandiendo tanto experiencia personal como conocimientos adquiridos en la universidad, es visto inevitablemente como clasista, aunque desconozcan tus circunstancias personales. Si encima te sacan de quicio, el ánimo que desprende la reacción es todavía peor. Error mío.

No dejaré de ser la niña repelente, porque la pedantería de las mujeres es la suma de las cualidades alabadas en los hombres

En el 95% de casos restantes, he blandido credenciales porque quien me interpelaba eran personas, mayoritariamente hombres, que me cuestionaban los méritos por haber llegado donde he llegado y, sobre todo, por hablar y escribir como lo hago. La mayoría de veces, quien me transforma en la niña repelente no son las frustraciones propias, siempre corregibles, sino el desprecio que genera la pericia de las mujeres. Un desprecio que, todo sea dicho, no dudan en utilizar feministas que temen que les puedas hacer sombra o amenazar el chiringuito, a pesar de no tener ningún interés por aquello que la vida de las mujeres está por encima de los egos personales. Les iría bien aplicarse el test del personaje.

Así, cuando introduzco en una conversación de Twitter la palabra subalternidad con la misma naturalidad que Pau Llonch utiliza plusvalía, parte de la tuitosfera catalana suspira un uf, qué repelente. Cuando, en uno de mis artículos, enlazo citas de intelectuales con referentes de la cultura de masas de la manera que lo enlaza Joan Burdeus, la respuesta de algunos lectores es un uf, qué repelente. También resulta que soy más repelente que David Fernàndez, aunque sus referentes son tan o más desconocidos por el gran público que los míos, y mi escritura no es, ni mucho menos, tan densa como la suya.

No pienso dejar de utilizar lenguaje especializado, porque, como defiende Rosi Braidotti, las que tenemos formación feminista también somos especialistas. No pienso desistir de citar autoras y autores que me han ayudado a tener una voz propia porque, si queremos que los libros de texto, los museos o los teatros se llenen de mujeres, personas no binarias, racializadas o LGTBI, tenemos que incorporarlas a las conversaciones cotidianas. Estos recursos se tienen que utilizar con cuidado, porque el riesgo es tejer textos aburridos, poco concisos y generar agotamiento en el lector. Por eso soy responsable de enmendar mis errores y disculparme. La escritura y el análisis, igual que las relaciones humanas, se construyen y se mejoran a fuerza de pruebas, equivocaciones y aciertos.

Ahora bien, no pediré perdón por los prejuicios de algunos. No seré más la Marta repelente, porque me hace daño, porque es fruto de una mala gestión de la rabia, porque es una muestra de impotencia, porque aleja, porque traiciona como estoy en el resto de espacios y el trabajo que hago. No entraré más en el barro de las redes sociales cuando el ring sea el combate de privilegios y opresiones, que tan sólo admite la concatenación de ad hominems y falacias de autoridad. Sin embargo, no dejaré de ser la niña repelente, porque la pedantería de las mujeres es la suma de las cualidades alabadas en los hombres. Cuando eres una persona marcada por un género, una opción sexual, una clase o una etnia subalterna, no sólo batallas por el espacio, sino que te afanas para que quien eres deje de ser un espacio de batalla.

Si alguien, de ahora en adelante, no le gusta lo que digo, o como soy, que no me lea. Estará más tranquilo, y yo también.