Hace unos meses, leí un artículo en el que el autor mostraba su incredulidad ante el hecho de que un anuncio de cervezas destacara mucho que su producto no contenía transgénicos, teniendo en cuenta que la cerveza mantenía lo que sí que era peligroso para el ser humano, el alcohol. El artículo, que tenía razón, me hizo acordarme de aquella noticia sobre una mujer que había pedido a Yahoo Respuestas si la cocaína tenía gluten.

Vivimos rodeados de cosas así. Una de las que más odio es la botella de cristal que ahora sirven en algunos restaurantes que te cuenta que "este agua ha sido filtrada especialmente para usted para asegurarnos de que mantiene las propiedades de cuando brotó por primera vez del vientre de la madre Terra". Y pensamos: "Es agua del grifo de toda la vida dentro de una botella diseñada por Mariscal; en el resto de países europeos te la echan en un vaso de calimocho y ni te la cobran".

La otra cosa son unas palomitas bajas en grasas porque están hechas con ingredientes naturales y sal del Himalaya. Se presentan como aperitivos naturales. ¿Quién no ha ido nunca al bosque a cazar palomitas? Las venden dentro de una bolsa de patatas decorada de forma cuqui, con animalitos, palabras en inglés, colores pastel y letras primas hermanas de las de los carteles de Junts pel Sí. En lenguaje empresarial, eso quiere decir que las palomitas son para las mujeres. Eso lo sé porque, presa del éxtasis producido por esta revolución en el mundo de las palomitas, acudí al sitio web de la marca. Estaba llena de fotos de tías buenas haciendo las cosas que se hacen en los anuncios de compresas. Lo más fascinante es la historia de las palomitas. Un señor dejó la "vida corporativa" y viajó por África y América del Sur. En el Amazonas encontró una anaconda —en la web están las coordenadas del lugar exacto por si no te lo crees— que lo inspiró para volver a España y montar una empresa de palomitas. Es decir, a volver a la vida corporativa. Lo que más me fastidia de la industria agroalimentaria hipster es eso, que te explican una historia que parece un fan fiction de una novela de Isabel Allende para justificar que se quieren hacer ricos con el capitalismo. Como si fueras imbécil, ¿sabes?

Pueden parecer modas absurdas. Son la manifestación más inocua de un sistema de creencias que sitúa lo percibido como natural como más saludable que lo percibido como artificial. Pero todo sistema de creencias genera gremlins matones. En Barcelona viven 3.000 niños no vacunados por sus padres por razones religiosas o ideológicas, porque no las ven seguras o piensan que son innecesarias. En Europa, los movimientos antivacunas han conseguido que vuelvan cosas tan vintage como las epidemias de sarampión. Algunas personas abandonan tratamientos médicos contra el cáncer para utilizar remedios de pacotilla, engatusadas por curanderos y charlatanes. En Girona, un médico ha denunciado que costaron la vida a una joven que sufría cáncer de mama y metástasis en el resto del cuerpo. El médico colgó en Twitter la fotografía de uno de los pechos de la joven, corroído por los tumores. El desalmado del curandero le había dicho que era buena señal, el tumor "se oxigenaba". Así te pudras tú, por dentro y por fuera, desgraciado.

La preocupación por el artificio de lo que comemos o de los medicamentos es fruto del miedo hacia los excesos y negligencias que la ciencia médica, la farmacéutica y las industrias agroalimentarias han cometido sobre las personas y el medio ambiente

La preocupación por el artificio de lo que comemos o de los medicamentos que tomamos a menudo es fruto del miedo hacia los excesos y negligencias que la ciencia médica, la farmacéutica y las industrias agroalimentarias han cometido sobre las personas y el medio ambiente. Para afrontarlo no se debe abandonar todo conocimiento científico o tecnológico, sino que necesitamos una buena alfabetización científica para entender este conocimiento. También una sólida formación en humanidades y ciencias sociales, que estudian las circunstancias en que evoluciona el saber y cómo nos relacionamos con él.

No tenemos ni lo uno ni lo otro. Tenemos un vacío ocupado por personas que se aprovechan tanto de la incultura y los miedos de unos como de las malas prácticas de los otros. Todo para vender unos productos que, en el mejor de los casos, no hacen absolutamente nada y, en el peor, te estropean la salud por efectos secundarios no controlados o porque los que los venden o te los recomiendan te animan a abandonar los tratamientos que sí funcionan. Porque sí, los charlatanes y pseudoterapeutas, igual que las farmacéuticas malvadas y las compañías demoníacas de alimentos transgénicos, también quieren enriquecerse. Lo más grave de todo es que son libres de los controles a los que se someten las otras industrias y a menudo están promocionados por las instituciones públicas.

Dejando de lado que los criterios para definir qué es natural o no para los defensores de lo natural son muy laxos —no verás a nadie que pida que le hagan una operación natural a corazón abierto o que rechace unas gafas porque no verá de forma natural, y que, con respecto a la condición humana, es muy difícil establecer qué es natural y qué artificial, lo cierto es que no, lo natural no es intrínsecamente mejor que lo artificial. Como dicen mis amigos del blog Científics malvats, la naturaleza no es sabia. A la naturaleza no le importa nada si vives o mueres. A muchas personas, en cambio, sí les importa tu vida.

La naturaleza nos puede parecer inocua porque las personas hemos hecho barrabasadas para controlarla, a ella y a todos los seres vivos que la habitan. Sin embargo, sobre todo, la naturaleza nos parece inocua porque ha habido muchas personas que han trabajado para que lo que tiene de malo nos afecte cada vez menos. Hasta el punto de que ya no lo recordamos y nos podemos permitir el privilegio de rechazar la ciencia que lo ha hecho posible.