Sobre el ya famoso discurso en el Parlament de la diputada Jenn Díaz, no pienso entrar en si hizo bien o no de explicar su caso, pues respeto la manera con que cada mujer convive con la violencia que ha sufrido y cómo sale adelante. No pienso entrar en ello, tampoco, porque el testimonio es una forma de romper el silencio bajo el cual se perpetúa la impunidad de las agresiones machistas, como bien demostró el caso de la desdichada Ana Orantes. También porque debatir si una mujer puede o no puede volcar su experiencia en la tribuna de un Parlamento me parece una broma de mal gusto: las leyes y las políticas del día a día se han construido a partir de la experiencia de los hombres y sus necesidades. Sobre qué dijo, se podrían matizar algunas argumentaciones, pero sería mirar el dedo que señala la luna. Lo más relevante, y lo que no se puede dejar pasar, es el espectáculo generado en torno a su testimonio. Al fin y al cabo, la recepción pública de unos hechos, y el relato que se construye a su alrededor, puede torcer una reivindicación para someterla a la voluntad de aquello que quiere combatir.

En el Ull i la navalla, Íngrid Guardiola afirma que nuestra relación con los otros y el mundo pasa, cada vez más, por las múltiples pantallas que nos rodean cada día, hasta el punto de que estas condicionan tanto la percepción del mundo analógico como de nuestro cuerpo. Movimientos digitales como el #MeToo o el #Cuéntalo han actuado como visibilizadores de una realidad muy tangible y arraigada como es la violencia sexual y los maltratos hacia las mujeres. Pero también han facilitado que el testimonio del padecimiento y el dolor de las supervivientes se ritualice hasta el punto de que la confesión (digitalizada y mediatizada) se convierta en el centro del debate público de las violencias machistas. Cada vez más, es más fácil que el debate sobre la confesión ―sobre qué dijo Díaz y cómo, por qué, dónde y cuándo lo dijo―, eclipse el debate sobre cómo encarar las violencias que han provocado la confesión.

Poner todos los huevos en la cesta de la visibilidad y la confesión de las supervivientes, además, genera la incógnita de cómo incluir en el relato de la violencia machista a aquellas mujeres que la han sufrido y no la quieren explicar en público, porque consideran que es lo mejor para seguir adelante con su vida o porque tienen miedo de que, a partir de entonces, su experiencia esté marcada por su condición de superviviente. Hay muchas mujeres que no recuerdan cómo sucedió la agresión, la borraron por supervivencia, pero en cambio recuerdan vivamente las consecuencias posteriores. En su caso, la acción que desencadenó el dolor literalmente no se puede explicar.

Esta catarsis colectiva exonera a todo el mundo de examinarse de su responsabilidad en la perpetuación de las dinámicas de poder que propician el nacimiento de la violencia machista

La capacidad de (no) confesar es importante, teniendo en cuenta que buena parte de la sociedad catalana, tal como se ha visto con el procés independentista, tiene la tendencia a otorgar una autoridad moral a las víctimas que gira más entorno a su martirio que no a la capacidad de generar una respuesta contundente contra aquella opresión. La respuesta contundente, además, implica un análisis crítico de las acciones de respuesta que se emprenden, cosa que choca con la adhesión a una moral. De hecho, la liturgia en torno a la confesión facilita que la sociedad reconvierta a la superviviente en víctima, y nos reduzca a todas las mujeres, supervivientes o no, a la categoría de víctimas. Si bien hablar del agravio permite liberarnos de la culpa y compartir el dolor, la manipulación mediática puede dejarnos atrapadas, congeladas en el momento de la agresión. Hoy por hoy, al debate público todavía le interesa la catarsis colectiva que implica el reconocimiento de un mal hasta ahora escondido, porque exonera a todo el mundo de examinarse de su responsabilidad en la perpetuación de las dinámicas de poder que propician el nacimiento de la violencia machista.

Sin embargo, el problema de la liturgia de la confesión no es tan sólo que el cuerpo de las mujeres maltratadas, violadas o asesinadas siga siendo puesto en el centro del ágora pública para esconder el sistema de relaciones machistas. Sino que, además, si la violencia machista se reduce a la confesión del agravio sufrido, la respuesta a esta violencia corre el riesgo de convertirse en la confesión del agravio infligido. Tal como explica Jill Filipovic, buena parte del público considera que la pérdida de status y visibilidad es suficiente castigo para muchos agresores sexuales de renombre dentro del mundo del arte y la cultura.

Así pues, paralelamente a la confesión de Díaz, vimos como el apoyo también se ritualizaba, mediante los tuits y los artículos en la prensa alabando su valentía ―o criticando a los diputados de Ciudadanos que no aplaudieron su discurso―. Si bien es importante mostrar afecto y apoyo hacia una superviviente, porque su aislamiento es parte de la impunidad del agresor, con eso no es suficiente. La razón es que, durante un día, compartir el discurso de Díaz y darle apoyo acabó siendo la foto que el tío que te asedió se hace a la mani feminista del 8 de marzo, o la Comisión de Igualdad de una institución que, más por la voluntad de sus miembros que no por la apuesta de la dirección, buenamente se reúne hasta que las ranas críen pelo. El discurso se utilizó, vaya, para hacer ver que todo cambia para que no cambie nada. Las políticas de la no performatividad, como las llama Sara Ahmed.

Podríamos haber aprovechado el discurso para preguntar, por ejemplo, si los partidos actúan con contundencia ante casos de acoso sexual que se cometen a sus agrupaciones locales y regionales o, quién sabe, dentro de las estructuras que cortan el bacalao a nivel nacional. También en cómo avanza el despliegue de la ley de igualdad aprobada hace más de un lustro por el Parlamento, o hablar más y mejor del balance de los diez años de implementación de la ley catalana contra las violencias machistas. A estas alturas de la película, cualquier llamamiento de un partido político a acabar contra la violencia machista, o alabando la resiliencia y valentía de una compañera de hemiciclo, que no vaya acompañada de una coletilla con las medidas que propone para acabar con esta lacra, y los resultados de las que está adoptando en su organización, en el Parlament o en la Generalitat, es pura estética.