Escribía Noemí López Trujillo en El vientre vacío que la nuestra era una generación marcada por la desesperanza. En primer lugar, por una cuestión de precariedad laboral, temporal y afectiva, que convierte la dilación ―de proyectos vitales como la maternidad― en la única constante de nuestra vida. En segundo lugar, por la ausencia de un proyecto colectivo. A diferencia de la generación de nuestros padres, añadía la autora, que habían canalizado las ansias de cambio a través del proyecto de la Transición.

Este fragmento me hizo darme cuenta de hasta qué punto, aunque López Trujillo y yo compartimos la misma situación de precariedad, tenemos cosmovisiones radicalmente diferentes. No sólo porque la Transición, para Catalunya, significó la reinvención del régimen colonialista español con la bendición de las élites catalanas, y catalanistas, sino porque una generación de millennials y zentennials independentistas sí que palpamos un proyecto colectivo bajo el cual canalizar nuestras ansias emancipadoras. Durante las últimas semanas de septiembre y todas las de octubre, la República catalana estuvo en la calle. Probamos la libertad y parte de nuestro luto ha consistido en despedir aquella soberanía que se nos escurrió por los dedos. Fueron aquellos días los que hicieron que teóricos queer como Paul B. Preciado vieran en la revuelta catalana la posibilidad de abrir el estado como un melón para cuestionar sus fronteras internas y externas y crear nuevas formas de gobernarnos.

El conservadurismo convergente, ahora reencarnado en un junquerismo transversal a todos los partidos ―no en vano Sergi Sol intenta con todas sus fuerzas ser el omnipresente David Madí―, frenó la revuelta. Eso me hizo pensar más allá de lo que he escrito otras veces: cómo los hechos de septiembre y octubre del 2017 supusieron la ruptura del tiempo cotidiano y se convirtieron en tiempo histórico. El mal cierre de la revuelta catalana ha hecho que el tiempo cotidiano no se haya reinstaurado del todo. Es por eso que, mientras el conflicto colonial no se resuelva, no se podrá gestionar ninguna institución catalana con normalidad (cotidiana).

A causa de la hibridación de los dos tiempos, y de las formas de gestionarlos, emerge el debate sobre cuáles tienen que ser los roles de la ciudadanía y los partidos dentro del movimiento independentista

Hasta ahora no me había dado cuenta de que cada tipo de tiempo va acompañado de una forma de hacer política. Durante el tiempo cotidiano que ha supuesto el periodo autonómico, a los partidos les bastaba con gestionar competencias y preservar sus espacios de poder en entidades, medios y administración pública para ir tirando, paso a paso. El tiempo histórico, en cambio, necesita líderes y estadistas. Una de las lecciones de octubre es que no se puede iniciar ninguna revuelta con una mentalidad cotidiana. Lisa y llanamente, el tiempo histórico requiere que todo el mundo sea la mejor versión de sí misma. Eso quiere decir, entre otras cosas, repensar nuestra relación con el poder y la gestión de los bienes comunes.

Una de las novedades de la semana ha sido ver que los periodistas catalanes, como la clase política y el resto de la sociedad, han sido presa de los efectos negativos del pensamiento cotidiano. Resulta preocupante ver como profesionales que representan el cuarto poder se sorprendan viendo como las reivindicaciones para poder ejercer su profesión sin coacción son instrumentalizadas por partidos españolistas como el PSC y cadenas agentes del Gobierno, como Antena 3. De la misma manera que los partidos políticos han tapado sus vergüenzas con el nepotismo, el gremialismo dentro de la profesión ha dejado a los periodistas completamente desprotegidos ante el embate del tiempo histórico, en que cada rincón del espacio público y privado se convierten en escenario de luchas trascendentales.

A causa de la hibridación de los dos tiempos, y de las formas de gestionarlos, emerge el debate sobre cuáles tienen que ser, respectivamente, los roles de la ciudadanía y los partidos dentro del movimiento independentista. Eduard Voltas proponía que fueran las personas las que tiraran de la revuelta, es decir, las que impulsaran el tiempo histórico, y que los partidos se dedicaran a preservar las instituciones ―gestionando el tiempo cotidiano―. Ciertamente, el Parlament, la Generalitat y los Mossos son las principales herramientas de encorsetamiento del independentismo, y la única valía que, de momento, tienen para el movimiento es que no están en manos del españolismo. Ahora bien, tarde o temprano la clase política tendrá que romper la legalidad española para impulsar el movimiento. Eso falló el 1 de octubre: el Parlament y la Generalitat desobedecieron las leyes aprobadas el 6 y 7 de septiembre y negaron la legitimidad del referéndum, adelantándose al juez Llarena en la vulneración de los derechos democráticos del pueblo catalán. Con respecto a las fuerzas en el Congreso, su misión sería impulsar el tiempo histórico, es decir, generar tanto desbarajuste como sea posible a la gobernabilidad española, teniendo en cuenta que el régimen del 78 está pensado para que los partidos que lo defienden siempre se salgan con la suya. Para hacerlo, haría falta que aparcaran discursos basados en la impugnación del régimen, pues el mito de la Transición ha servido para desconectar las luchas independentistas contemporáneas de la represión histórica que Catalunya ha sufrido en manos de España, reduciéndola a una muestra más de un malestar (español) hacia el sistema post-franquista.

Así pues, cualquier respuesta independentista a la sentencia tiene que basarse en una correcta gestión del tiempo histórico, sin olvidarse del cotidiano. De eso depende el futuro del movimiento. Al menos, hasta que la próxima generación de políticos, los quemados pero aguerridos millennials y zentennials, asuman el poder. Si les dejan y el autonomismo no ha resecado sus mentes.