Todas las mujeres cis —las hembras humanas que se identifican como mujeres— tendríamos que hablar con nuestra vulva. Con nuestro chocho, nuestro higo, nuestra patata, nuestro coño, nuestra raja, nuestro conejo, nuestro chumino. Hay personas trans, hombres y mujeres, que también tienen, pero sus cuerpos son bastante diferentes al mío, así que les corresponde a ellas pensar cómo se relacionan con él. Cuando digo hablar con la vulva no me refiero a hablar mediante la vulva, aunque si alguna persona lo puede hacer tiene toda mi admiración y apoyo incondicional.

Hablar con nuestro higo es un acto de reparación. La primera vez que la desenvolvemos y la miramos cara a cara suele ser a través de un espejo, haciendo caso a aquellos talleres de educación sexual y reproductiva en el instituto que nos animan, con aquel lenguaje que quiere ser progre pero no mucho no-vaya-a-ser, de conocer nuestro cuerpo. Es un momento tenso. La vulva y, sobre todo, la vagina, es aquel ente que ha quedado doblemente disimulado, tanto social como corporalmente —anatómicamente no es tan exhibicionista como un pene—. A pesar del recogimiento físico e impuesto, es aquello que la sociedad ha decidido que establecerá los rituales de paso para cada una de las etapas de nuestra vida.

La menstruación, el hasta ahora embarazo obligatorio y la menopausia constituyen un viaje de ida y vuelta entre la infertilidad y la fertilidad, que se ha utilizado como base de la opresión del género femenino. Las etapas están marcadas por el dolor: la regla, nos dicen, duele (pero no te quejes); la primera vez que practicamos el coito, nos dicen, duele (pero sonríe y disfruta del momento mágico); parir, nos dicen, duele (pero te anestesian); la menopausia, nos dicen, nos deja hechas una carraca inservible. Y aquí ya no te dicen nada, porque eres vieja y no importas mucho. Puede ser que sí, que todo eso duela, pero puede ser que no. O que no sea tan horrible. En todo caso, la idea que se te queda es que el padecimiento es una condición intrínseca de nuestro ser. Ser mujer cis es, mira por donde, un coñazo. ¿Qué casualidad lingüística, eh?

Te prometo, vulvita mía, que dejaré de considerarte fea. No es sólo que me hayan dicho que todo lo que salga de ti será más bien doloroso, sino que también será sucio

Hay que decir, sin embargo, que cuando muchas adolescentes o niñas cis se miran cara a cara por primera vez con sus conchas, las primeras ya han descubierto que las segundas son una fuente de placer inagotable. Mirar al chumino a los ojos causa la misma sensación que conocer a un ídolo: inspira respeto, porque es alguien importante en tu vida, pero también hace ilusión porque es alguien que te aporta grandes dosis de felicidad.

Sin embargo, la sociedad hace lo imposible por hacernos creer que nuestra felicidad vulvar, o mamaria, o de cualquier otra parte del cuerpo, es secundaria. En las relaciones heterosexuales, el coito es el acto central. El sexo oral o la masturbación que te haga tu compañero, o compañeros, son preliminares. No hablo de la masturbación en solitario, digital o instrumental, que eso es de señoras amargadas (¿feministas?). A menos que te toques para excitar a tu hombre o quieras demostrar que eres sexualmente activa —para excitar a los hombres, si es por autoconsumo, eres una marrana—. Para muchas personas, todavía ahora, el sexo entre lesbianas o mujeres bisexuales no se considera ni eso. Te tengo que admitir, admirado chichi, que algunas veces me lo he creído. Cuando me han preguntado cuántas veces lo he hecho con tal manso en un día, he tendido a establecer la cuenta a partir de las veces que el ilustre señor en cuestión te ha penetrado. Ni siquiera en cuántas veces tú y yo hemos tenido un orgasmo, que no tienen por qué coincidir con la primera condición. No volveré a cometer este error, te lo prometo.

También te prometo, vulvita mía, que dejaré de considerarte fea. No es sólo que me hayan dicho que todo lo que salga de ti será más bien doloroso, sino que también será sucio. Que toda tú eres sucia. Hay una activa industria cosmética y cirurgiano-plástica dedicada a rejuvenecerte, a menudo para hacer ver que no has sido ni utilizada, o que lo has sido más bien tirando a poco. Te dicen, incluso, cómo te tienes que peinar. Que tienes un olor desagradable, de coño, como si las pollas olieran a la ginesta del poema de Joan Maragall. Que eres una gruta amenazadora. En el peor de los casos, una vagina dentata.

Tenemos que escribir nuestro cuerpo, aquel instrumento que han fragmentado en mil piezas y las han estandarizado en función de las necesidades, eróticas y materiales, de otros

Tú, como todos las otras vulvas, sois un ejemplo a seguir. Os plantáis ante cualquier ocasión dignas y atrevidas, tanto con una melena salvaje como con una cresta punki o con la cabeza completamente rapada. Con bigote —es decir, con pelos sobre los labios— o sin bigote. Delgadas o regordetas, esbeltas o dejadas ir. Esta actitud de "estoy aquí, y si no te gusta, cariño mío, te jodes", es la que quiero experimentar cada día.

Pero, sobre todo, sobre todo, conejillo mío, te pido perdón por aquella vez, ahora hace siete años, que te utilicé como premio. Ya sabes, con aquel chico que todo el mundo decía que le diéramos una oportunidad, porque se veía que estaba muy pendiente de mí (de nosotros), que se lo trabajaba para ganarse nuestro amor. Ni a ti ni a mí nos gustaba, lo sé, pero es que insistía tanto, y se le veía tan devoto, que pensé que con el tiempo le veríamos su gracia. Y que, en todo caso, se había esforzado tanto que se merecía que lo intentáramos. Recuerdo que cuando al buen chico, porque verdaderamente lo era, le dije al cabo de nada que no, que no podía seguir con él, me miró, desconsolado, y me dijo que no lo entendía, que aquella vez lo había hecho todo bien. En aquel momento pensé que qué mierda que era todo, y compartí con él su desorientación. Los dos nos mirábamos a mí como una especie de gincana en que el premio final era el acceso a ti. A partir de entonces, me di cuenta de hasta qué punto había concebido las relaciones sexuales y amorosas como una transacción. Nunca más, coño, nunca más.

Sé que no te gusta nada que haya hablado de ti, porque eres tímida. Pero es lo que hay. Las mujeres cis —y me atrevo a extenderlo a las personas trans, con fufa o sin— no sólo tenemos que escribir la historia, algo que no nos han dejado hacer o que no nos han reconocido. También tenemos que escribir nuestro cuerpo, aquel instrumento que han fragmentado en mil piezas y las han estandarizado en función de las necesidades, eróticas y materiales, de otros. De hecho, reescribiendo nuestro cuerpo reescribiremos la historia. Y si no lo conseguimos, al menos habremos disfrutado de lo lindo, y podremos disfrutar mejor con aquellas personas que nos queramos encontrar, juntas y bien avenidas, por nuestro camino. Bien cogidas tú y yo de la mano.