A estas alturas, está clarísimo que los partidos independentistas han renunciado ―si es que en algún momento tuvieron la intención― a implementar el mandato del 1 de octubre, aunque los resultados del 21-D lo legitimaban y las formaciones no han dado ninguna explicación a sus votantes sobre por qué se ha optado por no hacerlo.

Aunque el 1 de octubre, pues, no ha fructificado a corto plazo institucionalmente, sí que ha influido tanto las condiciones sobre las cuales se ha realizado la política parlamentaria y ejecutiva como los imaginarios emancipadores de la sociedad civil independentista. La razón es que el referéndum fue lo que Ramon Grosfoguel denomina "un acontecimiento", un hecho histórico imprevisto que genera una nueva subjetividad que, para aprovecharse, se tiene que transformar en una nueva respuesta política.

El acontecimiento de octubre de hace dos años sacudió el Estado y acentuó la crisis del sistema impuesto, en España y Catalunya, después de la dictadura franquista. Como consecuencia, reveló la existencia de dos maneras de experimentar e interpretar el tiempo. Uno es el cotidiano, el que se desarrolla en el día a día durante una situación política y social estable. El otro es el histórico, vinculado a la irrupción de un hecho que transtorna las condiciones económicas, políticas, sociales o culturales de una comunidad, hasta el punto que marcará los acontecimientos futuros. El periodo comprendido entre el 1 de octubre y el 21 de diciembre es un ejemplo de tiempo histórico, una etapa que somete la ciudadanía a una especie de estado de excepción transitorio. Como también se comprobó, el tiempo histórico, por las emociones y la aceleración que comporta, cansa. Genera fatiga histórica.

Si bien la represión estatal y la frenada independentista han vuelto a instaurar el predominio del tiempo cotidiano, la misma represión estatal y la movilización ciudadana pre-referéndum han hecho que esta preeminencia no sea tan hermética como la de antes de septiembre del 2017. Ha sido un sellado con grietas, por las que van filtrando, como una mancha de aceite, las consecuencias materiales (exilio, prisión, pérdida de la autonomía) y subjetivas (trauma, dolor, rabia, creatividad, cuidado) de la vivencia del tiempo histórico. De ahora en adelante, ni las instituciones catalanas ni la sociedad catalana ―independentista o no― volverán a ser una copia fidedigna de lo que eran. Para los que han visto la serie Chernobyl, podríamos decir que el accidente del referéndum afectó al núcleo del reactor del orden autonomista.

Los partidos independentistas han renunciado a implementar el mandato del 1 de octubre, aunque los resultados del 21-D lo legitimaban

Es por eso que los pactos con fuerzas que apoyaron el 155 ya no serán vistos de la misma manera por buena parte de la población catalana. En una lógica de tiempo cotidiana, pactar con los socialistas tiene todo el sentido del mundo si se quiere gestionar el día a día de una comunidad. En una de tiempo histórico, supone blanquear una formación que avala la represión, sobre todo si no se es capaz de hacer un Terrassa y tensar la situación hasta que las fuerzas socialistas locales se desmarquen de los principios del partido a nivel catalán. En un marco de tiempo cotidiano, apoyar a Pedro Sánchez para echar a Mariano Rajoy es comprensible si se lucha contra la corrupción. En uno histórico, supone oxigenar un partido en declive y su visión de disciplinaria, que camufla la negación del derecho en la autodeterminación y el aval de la represión con migas competenciales y promesas de diálogo vacías que hacen las delicias del establishment europeo y del electorado catalán que el independentismo tiene que captar si quiere ganar todas las elecciones por mayoría absolutísima de votos. Estamos, pues, en un estado híbrido ―desconozco si temporal―, en que la interpretación del tiempo cotidiano se hace teniendo en cuenta los acontecimientos y las sensaciones experimentadas durante el tiempo histórico.

Parte de la habilidad de un estadista se basa en la reacción ante hechos imprevistos ―la moción de censura a Mariano Rajoy― y la previsión de situaciones que pueden pasar ―pactar con unionistas allí donde el independentismo no suma o existen desavenencias entre sus fuerzas políticas. ERC, JxCat y CUP han demostrado no estar especialmente despiertos en ninguno de los dos ámbitos. Situaciones como las de la Diputación de Barcelona o el Ayuntamiento de Sant Cugat se podrían haber evitado si hubiera una estrategia conjunta y, sobre todo, un relato compartido para gestionar las contradicciones inherentes en el ejercicio del poder político. De hecho, estas elecciones municipales habrían sido un buen momento para acabar con las redes clientelares, sobre todo del PDeCAT, en los municipios en que lleva décadas gobernando, utilizando la excepcionalidad histórica de construir una República en que la transparencia es una pieza clave.

Si en algún momento los partidos independentistas quieren avanzar juntos, tendrán que entender que la mentalidad cotidiana y la histórica acompañarán buena parte de la sociedad catalana durante muchos años, y adaptar sus acciones en consecuencia.